Si ya me emocionó el Mahabharata, el Ramayana dobla el asombro. Verdaderamente, la humanidad occidental en general y la española en particular se muestra palurda e intelectualmente inoperativa al vivir de espaldas a estos dos monumentos literarios de la India, al obviarlos y excluirlos de los planes de estudios. Claro que, si la cultura grecolatina ha sufrido la deportación de las escuelas españolas, a la literatura y el pensamiento hindúes no se les concede ni un miserable visado turístico, y se levantan infranqueables muros de incomprensión e ignorancia por si se les ocurriera acercarse a nosotros en forma de publicación.
Afortunadamente, sus enconados esfuerzos por
embrutecernos y cegarnos ante opciones culturales alternativas a la nuestra
hacen agua de lo lindo y siempre quedan vías de penetración sin vigilancia. En
el caso que nos ocupa, la vía de ingreso fue la cuidada edición de Atalanta,
que sigue a su vez la traducción y edición que del Ramayana realizó en inglés
Arshia Saltar, catedrática de lenguas y culturas asiáticas de la Universidad de
Chicago. De esta edición se sirvió el traductor Roberto Frías para hacer su
versión en español. De nuevo, el punto débil de un libro es que no nace de una
traducción directa, sino de la traducción de otra traducción, pero a veces
parece que eso es demasiado pedir a las editoriales del mundo hispanohablante.
En cualquier caso, e incluso aunque sea a
través de una traducción, resulta demasiado evidente que Valmiki labró y alzó
mediante el Ramayana uno de los pilares literarios y filosóficos de la
Humanidad. En esta historia de hombres con poderes extremos, de hombres que
luego resulta que son dioses, de animales con virtudes humanas y energías y
capacidades sobrehumanas, de mundos infrahumanos y seres malignos que
representan todo lo peor que a uno se le puede ocurrir y más, no dejamos de
asombrarnos ante lo que se muestra como la base ancestral, la materia prima
fundacional, la inagotable ubre de la que parecen haberse nutrido en los milenios
siguientes quienes han querido lidiar con eso que ahora se llama “literatura
fantástica”. Que me perdonen los incondicionales fans por la herejía, pero la
lectura de la obra maestra de Valmiki me obliga a declarar que, después del
Ramayana, engendros como El señor de los anillos y Juego de tronos sobraban,
como también habría sobrado el realismo mágico, pero esto lo pongo en
condicional compuesto para no quedarme sin amigos.
Sea como sea, esta historia de los
infortunios de Rama, a quien, pese a su carácter cuasi divino, no solo le echan
de su reino, sino que encima le secuestran a la parienta, se ve compensada por
una victoria final que incurre en el pecado de lo naíf, tan habitual en la
literatura épica de retratar a los buenos como muy buenos (sobrepasando a
menudo la delgada línea que separa al bueno del gilipollas) y a los malos como
insuperablemente malos, con una obvia y previsible victoria final del bien
sobre el mal. Sin embargo, al margen de tales simplezas argumentales, el
Ramayana es escuela de valores humanos y morales: la ley, la lealtad, la
amistad y el cumplimiento de la obligación surgen como principales motores que
mueven el mundo, por encima del precio de las acciones en bolsa. Sí, me diréis
que en el Ramayana se habla también de riqueza, de poder económico (Valmiki
sería un hombre de gran calado espiritual, pero no se había caído de ningún
guindo), pero sobre todo se habla de cómo se debe ser para ser alguien
correcto. A lo mejor a la Humanidad le habría ido mejor si hubiera leído más el
Ramayana y menos a Adam Smith.
Habrá quien también vea en el Ramayana un texto demasiado conservador, que se complace en lo establecido y no desea que haya cambios, que parece que viene a justificar y de paso tratar de perpetuar la sociedad de castas, donde todo el mundo cumple su obligación y conoce cuál es su lugar. No digo que no sea así, pero tampoco podemos pedirle peras al olmo y esperar contenidos de audaz avance social en un texto de la India del siglo III a. de C.
Habrá quien también vea en el Ramayana un texto demasiado conservador, que se complace en lo establecido y no desea que haya cambios, que parece que viene a justificar y de paso tratar de perpetuar la sociedad de castas, donde todo el mundo cumple su obligación y conoce cuál es su lugar. No digo que no sea así, pero tampoco podemos pedirle peras al olmo y esperar contenidos de audaz avance social en un texto de la India del siglo III a. de C.
Lo que es indudable es que lo del Ramayana es
fantasía desbordante a raudales en cada página, pero que jamás riñe con el
conocimiento de las parcelas más evidentes de la realidad humana. No sé a qué
esperáis a leerlo.