viernes, 22 de febrero de 2013

"Una cuestión personal", de Kenzaburo Oé



El año pasado traté de saldar mi deuda lectora con Junichiro Tanizaki; y este año me he propuesto rendirle similar tributo a la obra de Kenzaburo Oé, un autor cuya obra conocía parcialmente y ahora me doy cuenta de lo que me estaba perdiendo.

Sigo avanzando en orden cronológico por su bibliografía, prestándole ahora atención a sus obras más tempranas. Y así me he encontrado con el que me ha parecido uno de los trabajos de Oé más sinceros, mejor elaborados y más representativos de lo que es la esencia creadora de este autor (o al menos lo que yo percibo como su esencia creadora): se trata de Una cuestión personal (1964), obra que podemos disfrutar en español gracias a Anagrama, que la publica con traducción de Yoonah Kim y colaboración de Roberto Fernández Sastre.

En la reseña que enriquece la contraportada de la citada edición se le reconocen a Una cuestión personal en particular y a Oé en general influencias de las obras de Dante, William Blake y Malcom Lowry. De las tres referidas, a mí me ha llegado más de la primera, pues dantesco resulta el particular periplo híbrido de tres jornadas, a caballo entre el viaje interior y el descenso a los infiernos, que ha de recorrer Bird, el protagonista de la novela, arquetipo del salaryman frustrado, mediocre y adocenado que empezaba a proliferar en los años en que la novela fue escrita, víctima del alcohol, de un trabajo nada gratificante como profesor de inglés en una escuela preparatoria de baja estopa, y de unas relaciones de pareja que no parecen ser ni plenas ni satisfactorias, a juzgar por lo que se va descubriendo página a página. Pero Bird trata de eclipsar todas esas adversidades con el sueño de un viaje a África que va preparando mediante la lectura de libros y la adquisición de mapas, aunque sin tener la certeza de que algún día esa fuga al continente negro pueda verse materializada.

En definitiva, un asquito de vida es lo que tiene nuestro Bird, y eso que va a tener un hijo. Pero pronto descubrimos que el problema es precisamente el hijo, que ha nacido con una grave lesión cerebral que, según los médicos de la maternidad, condena a la criatura a la muerte o a vivir como un vegetal. No obstante, tales médicos recomiendan una operación, porque ven un atisbo de esperanza, aunque eso es precisamente lo que tortura a Bird quien, envuelto en sus delirios de egoísmo, sueña con un futuro mejor para él (solo para él), a ser posible sin “el monstruo”… Aflora en Bird el lado más mezquino de su individualismo: el que le lleva a verse con derecho a acabar con la vida de su malformado bebé, pero no por ahorrarle el sufrimiento al niño, sino por ahorrárselo a él, que quiere ser libre y largarse a África, y el hijo tal vez se lo impediría.

Y ahí viene su particular descenso al infierno, su trágico debate interior. Lo bueno para él (y para el lector, porque le da alegría y sustancia al asunto) es que no estará solo en ese crucero infernal (siendo el infierno, cómo no, la descorazonadora sordidez de aquel Tokio “sesentero”), sino que le acompañará, a modo de delicioso Mefistófeles a la nipona, una amiga de sus años de universitario. Esta chica, llamada Himiko, será la encargada de encender, entre polvo y polvo, las pocas bombillas que Bird puede tener disponibles bajo la mata de pelo.

Una novela en la que sale a la luz lo mejor y lo peor del ser humano, en la que vemos una batalla de egos donde muchos luchan solo por salvar sus trastos, no importa quién caiga, pero en la que otros se esfuerzan por apoyar al prójimo, aunque al final, por mucho apoyo que reciban, la solución a sus problemas solo dependerá de ellos mismos: se tratará de una cuestión personal.

Una lectura fácil y grata, de esas que te dejan regusto (lo propio de las obras maestras): acabé de leerla hace diez días y sigo dándole vueltas.