El año pasado traté de saldar mi deuda lectora con
Junichiro Tanizaki; y este año me he propuesto rendirle similar tributo a la
obra de Kenzaburo Oé, un autor cuya obra conocía parcialmente y ahora me doy
cuenta de lo que me estaba perdiendo.
Sigo avanzando en orden cronológico por su
bibliografía, prestándole ahora atención a sus obras más tempranas. Y así me he
encontrado con el que me ha parecido uno de los trabajos de Oé más sinceros,
mejor elaborados y más representativos de lo que es la esencia creadora de este
autor (o al menos lo que yo percibo como su esencia creadora): se trata de Una cuestión personal (1964), obra que
podemos disfrutar en español gracias a Anagrama, que la publica con traducción
de Yoonah Kim y colaboración de Roberto Fernández Sastre.
En la reseña que enriquece la contraportada de la
citada edición se le reconocen a Una
cuestión personal en particular y a Oé en general influencias de las obras
de Dante, William Blake y Malcom Lowry. De las tres referidas, a mí me ha
llegado más de la primera, pues dantesco resulta el particular periplo híbrido
de tres jornadas, a caballo entre el viaje interior y el descenso a los
infiernos, que ha de recorrer Bird, el protagonista de la novela, arquetipo del
salaryman frustrado, mediocre y
adocenado que empezaba a proliferar en los años en que la novela fue escrita,
víctima del alcohol, de un trabajo nada gratificante como profesor de inglés en
una escuela preparatoria de baja estopa, y de unas relaciones de pareja que no
parecen ser ni plenas ni satisfactorias, a juzgar por lo que se va descubriendo
página a página. Pero Bird trata de eclipsar todas esas adversidades con el
sueño de un viaje a África que va preparando mediante la lectura de libros y la
adquisición de mapas, aunque sin tener la certeza de que algún día esa fuga al
continente negro pueda verse materializada.
En definitiva, un asquito de vida es lo que tiene
nuestro Bird, y eso que va a tener un hijo. Pero pronto descubrimos que el
problema es precisamente el hijo, que ha nacido con una grave lesión cerebral
que, según los médicos de la maternidad, condena a la criatura a la muerte o a
vivir como un vegetal. No obstante, tales médicos recomiendan una operación,
porque ven un atisbo de esperanza, aunque eso es precisamente lo que tortura a
Bird quien, envuelto en sus delirios de egoísmo, sueña con un futuro mejor para
él (solo para él), a ser posible sin “el monstruo”… Aflora en Bird el lado más
mezquino de su individualismo: el que le lleva a verse con derecho a acabar con
la vida de su malformado bebé, pero no por ahorrarle el sufrimiento al niño,
sino por ahorrárselo a él, que quiere ser libre y largarse a África, y el hijo
tal vez se lo impediría.
Y ahí viene su particular descenso al infierno, su
trágico debate interior. Lo bueno para él (y para el lector, porque le da
alegría y sustancia al asunto) es que no estará solo en ese crucero infernal
(siendo el infierno, cómo no, la descorazonadora sordidez de aquel Tokio
“sesentero”), sino que le acompañará, a modo de delicioso Mefistófeles a la
nipona, una amiga de sus años de universitario. Esta chica, llamada Himiko,
será la encargada de encender, entre polvo y polvo, las pocas bombillas que
Bird puede tener disponibles bajo la mata de pelo.
Una novela en la que sale a la luz lo mejor y lo
peor del ser humano, en la que vemos una batalla de egos donde muchos luchan
solo por salvar sus trastos, no importa quién caiga, pero en la que otros se
esfuerzan por apoyar al prójimo, aunque al final, por mucho apoyo que reciban,
la solución a sus problemas solo dependerá de ellos mismos: se tratará de una
cuestión personal.
Una lectura fácil y grata, de esas que te dejan
regusto (lo propio de las obras maestras): acabé de leerla hace diez días y
sigo dándole vueltas.