viernes, 19 de octubre de 2012

"El Japón heroico y galante", de Enrique Gómez Carrillo



No es el objetivo de esta bitácora hablar de literatura en español, pero de vez en cuando no está de más hacer alguna excepción si lo que se lee guarda relación con Oriente y es digno de ser leído. Y el caso que nos ocupa no es para menos: me refiero a la crónica del viaje a Japón que realizó el poeta y diplomático guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927) y que públicó en 1912 bajo el coqueto título de El Japón heroico y galante, un feliz descubrimiento (sí, yo lo he descubierto ahora) que debo gracias al blog de la tertulia literaria que Kenzi Guerrero Miyamoto, amigo y compañero del Instituto Cervantes, organiza periódicamente en Tokio.

Insisto en que ha sido una gratísima sorpresa encontrarme con el escrito de un occidental de hace justo un siglo que, a modo de otaku gaijin adelantado a su tiempo, tenía una visión realmente positiva y abierta hacia lo japonés, y tan diferente a lo que pensaban otros viajeros occidentales que en la era Meiji se acercaron a este país, del que no llegaron a hablar demasiado bien, esclavos de sus orejeras etnocéntricas. Tales eran los casos de Pierre Loti y Rudyard Kipling, autores que precisamente por ese tono ligeramente "japonófobo" no me caían demasiado simpáticos; pero Gómez Carrillo se encarga de ponerles en su sitio en esta obra.

Me ha gustado la erudición que gasta el autor guatemalteco en temas de cultura japonesa. En cambio, echo de menos algo más de "sustancia viajera" en el texto, porque hay cierto desequilibro en los contenidos: mucho más trabajo de biblioteca que de campo. Aun así, los apuntes sobre sus vivencias en el desaparecido (o malamente conservado) "putódromo" de Yoshiwara no tienen precio...

En cualquier caso, el lector atisba en el texto de Gómez Carrillo un acercamiento a la realidad japonesa libre de prejuicios, cosa totalmente meritoria en un autor de hace un siglo, viendo lo que había en el panorama literario de la época. Libre de prejuicios para detectar lo bueno, pero también para denunciar lo malo. Porque Gómez Carrillo demuestra ser también un adelantado a su época en cuanto a la percepción de los males que la modernidad ha traído a Japón durante la era Meiji: me hizo mucha gracia ver cómo a un viajero de 1912 ya le llamaba la atención el nada estético laberinto de cables que siempre se extiende bajos los cielos de cualquier ciudad japonesa, algo que cien años después nos sigue llamando poderosamente la atención a quienes nos acercamos a este país. Y todo eso, en rotundo contraste con la pervivencia de usos y valores de antaño: de verdad, si uno elimina las referencias históricas y cronológicas en el texto de Gómez Carrillo, se podría pensar que estamos ante la crónica de viajes de alguien que recorrió Japón el pasado verano. El Japón heroico y galante rezuma vigencia y contemporaneidad por los poros de cada página.

Muy recomendable lectura, la verdad. Yo he usado la edición original centenaria, publicada en Madrid por Renacimiento, pero existen reediciones recientes.

viernes, 5 de octubre de 2012

"El precepto roto", de Shimazaki Tôson



Uno se pregunta en qué andan pensando las editoriales españolas para que vengan a tardar un siglo en traducir y publicar ciertas obras clásicas extranjeras que en su época tuvieron una enorme trascendencia, gozaron del favor del público de su país y recibieron toda suerte de parabienes por parte de los más severos críticos. No he dejado de preguntármelo mientras pasaba cada una de las más de trescientas páginas de El precepto roto, novela de Shimazaki Tôson (1872-1943) que en Japón vio la luz en 1906 pero de la que el lector hispanohablante no pudo disfrutar hasta 1997, fecha en que fue por primera vez publicada en nuestro idioma por la editorial japonesa Luna Books, en una edición muy limitada en cuanto a ejemplares y difusión. Afortunadamente, la editorial Satori lanzó el año pasado una segunda edición que le garantiza una mayor presencia en las librerías españolas. En ambas ediciones se ha utilizado la buena traducción de Montse Watkins. La edición de Satori, además, incluye un esclarecedor y pedagógico estudio introductorio de Carlos Rubio.

Se trata de una historia sencilla, como suele suceder en tantas y tantas obras maestras. Nos cuenta la vida de un maestro de provincias perteneciente a los eta o burakumin, una casta inferior que ha sufrido y sufre la discriminación en Japón. Y se les considera inferiores por el simple hecho de que tradicionalmente se han dedicado a profesiones consideradas “impuras”, como por ejemplo aquellas que tuvieran una relación directa con la muerte (matarife, verdugo, sepulturero, etc.). Por tanto, un burakumin no podía aspirar a ascender socialmente y ejercer otras profesiones que no fueran las mismas que desempeñaban sus antepasados. Sin embargo, el protagonista de El precepto roto establece un pacto con su padre, que le exige que no revele a nadie su origen social. Gracias a ese secreto, consigue entrar en la escuela de magisterio y posteriormente ejercer como profesor de educación infantil, actividad profesional prohibida a los burakumin. Pero una serie de acontecimientos, entre ellos la muerte de su padre y la toma de conciencia de que se encuentra en una sociedad llena de injusticias y prejuicios, llevan al maestro a romper el precepto paterno y a declarar públicamente su condición de burakumin, confesión que, pese a los perjuicios que le ocasiona, tales como la pérdida de su plaza docente, le resulta altamente liberadora.

Pero la cosa no se queda solo en denunciar la situación de marginación que sufren los burakumin. A través de las páginas de El precepto roto se aprovecha para hacer una durísima crítica al ambiente de corrupción y de falso desarrollo y occidentalización en que vivía inmerso el Japón de finales de la era Meiji, es decir, en el paso del siglo XIX al XX. Shimazaki Tôson no deja títere con cabeza y nos ofrece toda una galería de personajes viles y rastreros que dan una pésima imagen de aquella sociedad, fundamentalmente en su faceta política y educativa: políticos corruptos e hipócritas, directores de escuela egocéntricos e incompetentes, profesores trepas, etc.

Insisto en que me ha parecido que se trata de una de las grandes obras de su lugar y momento. Hasta Natsume Sôseki dijo que se trataba del primer trabajo literario del Japón moderno que merecía el calificativo de “novela”. Y tengo la sensación de que no lo dijo bajo los efectos del sake, sino en estadio de sobriedad y con conocimiento de causa: cierto es que un año antes de la publicación de El precepto roto, Sôseki ya había sacado a la luz su Soy un gato, pero esta excelente y cachonda obra, que para nuestros parámetros literarios actuales es sin lugar a dudas una novela, quizás no lo fuera tanto en los albores del siglo XX, y en cambio una obra como El precepto roto sí entraba dentro de la concepción de novela naturalista que triunfaba en el momento en Europa y a la que los autores japoneses aspiraban a imitar. Digamos que Natsume Sôseki fue un adelantado de su tiempo y no era consciente de ellos, mientras que Shimazaki Tôson fue quien entendió a la perfección cómo había que escribir novelas en su tiempo, y lo demostró en El precepto roto. Sôseki captó la idea, le gustó y parece que le influyó bastante cuando poco tiempo después sacó su mordaz Botchan, novela que, al igual que El precepto roto, nos ofrece un poco halagüeño retrato de la sociedad japonesa de provincias y sus centros de enseñanza secundaria, aunque con un toque mucho más ácido y satírico que el empleado por Shimazaki Tôson, más sobrio, con muchas menos concesiones a la ironía y al sarcasmo.

O sea, que está claro, o para mí al menos lo está, que Shimazaki Tôson caló hondo en el arte de Natsume Sôseki y ejerció cierto influjo sobre él. Es evidente que en Shimazaki Tôson entendió y absorbió los mecanismos de la novela europea de la segunda mitad del siglo XIX: leemos El precepto roto y estamos viendo las preocupaciones sociales que Zola recogía en las páginas de Germinal; leemos El precepto roto y vemos a un protagonista que se redime a través de la confesión de un secreto, como el Rashkolnikov de Crimen y Castigo

Pues eso: leamos El precepto roto.