domingo, 30 de septiembre de 2012

"La llave", de Junichirô Tanizaki



Pocas veces me he encontrado con universos literarios como el de Tanizaki. Y sé que no solo me pasa a mí. Lo cierto es que, una vez que el lector se sumerge por primera vez en su cosmovisión de sentimientos, estética y su nada convencional tratamiento de la sexualidad y de las relaciones humanas que en virtud de todo ello se establecen, resulta muy difícil conformarse con esa primera lectura: uno siempre va a querer leer más, mucho más.

Dejándome llevar por ese inagotable hechizo, acabo de terminar la lectura del undécimo libro de Tanizaki en lo que llevamos del presente año. Se trata de La llave, uno de sus últimos trabajos, publicado en 1956. Me habían hablado muy bien de esta novela, y lo cierto es que no me ha decepcionado, porque en sus páginas parece recuperar el carácter tergiversador y depravado de su bibliografía más temprana. Y en lo estilístico, un retorno a la economía en los recursos del lenguaje, a primacía de la sensación sobre la narración, al impresionismo sobre el naturalismo. Por lo que cuento, es fácil deducir que Las hermanas Makioka (1949) no me gustó demasiado, pero me aventuro a sospechar que a Tanizaki no le gustó mucho más que a mí, o al menos debió encontrarse en terreno ajeno como para pocos años después regresar con La llave a retomar sus viejas identidades literarias.

El planteamiento estructural resulta original: la novela se construye sobre dos diarios personales, el de un marido y una mujer, que van intercalándose a medida que se desarrolla, de forma completamente lineal, la acción de la novela. En ambos diarios se guardan los secretos íntimos de uno y otro protagonista, pero con el morboso ánimo de que lo que en ellos escriben pueda ser leído clandestinamente por su pareja. De esta forma descubrimos que al marido, un cincuentón que ha perdido buena parte de sus ya de por sí escasos bríos sexuales, gusta mucho de drogar o emborrachar a su esposa para luego, una vez anestesiada, hacer con ella todo lo que le apetezca, que básicamente es besarle los pies o tomarle fotos… La mujer, once años más joven que su esposo, no se queda corta en su catálogo de “especialidades”, pues toma como amante al hombre que aspira a ser el prometido de la hija de esta señora y su marido… Y éste, que es sabedor del lío de su cónyuge, no solo no se enfrenta al amante, sino que descubre que los celos le “reactivan” el ánimo y entonces hace al querido de su mujer partícipe de sus fechorías fetichista-fotográficas…

Pues eso, una historia intensa y adictiva por lo que tiene a partes iguales de verosímil e inverosímil. Recuerda mucho a la también tanizakiana Arenas movedizas (Manji), otra obra cumbre del amor a cuatro bandas (en el caso de La llave esa complejidad en las relaciones solo se percibe en el desenlace de la novela), con mujeres fuertes, dominantes, mejor ubicadas en la realidad a todos los niveles que el prototipo de hombre débil, manipulable, obseso, perdedor fracasado y cornudo que suele ejercer el papel de protagonista masculino de las novelas y relatos de Tanizaki.

La novela se ve coronada con un acertadísimo y coherente final que afirma todos estos principios.

Una obra donde Tanizaki de nuevo es capaz de darnos una lección sobre la paradójica complejidad de la sencillez; sobre cómo con elementos escasos (escasa extensión de los textos, escasos rudimentos descriptivos, escasos escenarios y escaso cuadro de personajes principales) se puede crear una nutrida gama de matices portadores de sensualidad y de estética, así como el planteamiento de un abanico de conflictos humanos que van evolucionando ante el lector casi sin que éste se dé cuenta a medida que va navegando por las páginas del texto. De ahí que la navegación a bordo de Tanizaki siempre resulte tan placentera.

martes, 4 de septiembre de 2012

"Libertad bajo palabra", de Akira Yoshimura



Aquí tenemos una novela que parece haber pasado bastante desapercibida entre la crítica y el público españoles, a juzgar por la poca presencia que tiene en la web en cuanto a reseñas. Parece que ni siquiera le ha proporcionado popularidad el hecho de que Shohei Imamura se basara en ella para rodar su Unagi (1997). Una lástima; supongo que a los que cortan el bacalao no les interesa que leamos cosas que meten el dedo en la llaga y cuestionan sin demasiados tapujos lo que ellos consideran incuestionable.

Y en este caso lo que se cuestiona es la supuesta perfección del sistema penitenciario y las leyes que lo rigen; leyes que en principio están orientadas a evitar que se deteriore nuestro estilo de vida, o al menos así es como lo ve Koinuma, un agente de libertad condicional que supervisa al protagonista de la novela, Shiro Kikutani, un señor que había sido maestro de escuela hasta que un día sorprende a su mujer poniéndole los cuernos, en plena faena y en su propio domicilio. Y el señor Kikutani responde al desplante asesinando a su mujer y mutilando al amante (igual me traiciona la memoria, pero en la película de Imamura recuerdo que la mutilación era mucho más contundente que la que se describe en la novela). Por ello, Kikutani es condenado a cadena perpetua, pero por buena conducta se le concede la libertad condicional dieciséis años después de su ingreso en prisión, y a medida que vamos avanzando en la lectura de la novela descubrimos que realmente se trata de una libertad condicional bastante condicional… Demasiado condicional para alguien que ha vivido dieciséis años entre rejas y sin más oportunidades de socializarse que las que le brindaban los leves contactos con sus compañeros de presidio o los funcionarios. Por si eso fuera poco, Kikutani se debe enfrentar a los radicales cambios que ha experimentado su entorno vital a lo largo de ese largo periodo de tiempo, cambios de los que él no tenía más que vagas noticias. Kikutani ingresa en prisión en un Japón que evolucionaba sin pausas pero sin prisas, y regresa a la libertad en otro Japón que vive ahíto de desarrollo, tecnología y bienestar... Y entonces esa readquirida libertad, que en ocasiones ofrecerá maravillosos momentos Kikutani, en otras situaciones se mostrará como una peligrosa arma de doble filo y de difícil manejo que le llevarán irremediablemente a la tragedia…

Además de esa capacidad que Yoshimura demuestra para cuestionar lo que a ojos del poder (y los sumisos al mismo) parece incuestionable, de la novela destaco la sencillez narrativa y estructural, pues es una sencillez que aporta bastante a la comprensión de lo que se plantea, y consecuentemente facilita la credibilidad de lo que se lee. En novelas de esta naturaleza la complejidad no suele aportar nada bueno: mejor que sea fácil.

Y también destaco la habilidad de Yoshimura para sumergirse en la piel de quien vive y sufre la complicada situación existencial de Kikutani, un criminal con entrecomillado que tiene más de víctima que de verdugo, una perspectiva que, supongo, tampoco gustará demasiado a los amigos de lo políticamente correcto, pues concebirán la figura de Kikutani como la de un irredimible practicante de la violencia de género. Ya digo que la novela no deja de meter dedos en las más diversas llagas, y eso a muchísima gente no le gusta. Para mí, en cambio, encontrarme con novelas así es la razón que me queda para seguir leyendo. Espero que a ti también.

En español la publicó la editorial Emecé en 2002, con traducción de César Aira.

domingo, 2 de septiembre de 2012

"Grotesco", de Natsuo Kirino



Cuando se vive en Japón y se leen libros así, aun sabiendo que se trata de libros de ficción, uno no puede dejar de reflexionar sobre el sentido de su estancia en este país y si algún día acabará encajando en su complejo engranaje social y aceptando por completo todas y cada una de sus cláusulas y peculiaridades, incluso las más chocantes y nocivas, que a pesar de todo ahí están, presentes e insoslayables. Cuando uno lee Grotesco en un atestado vagón del metro de Tokio, no puede hacer otra cosa que lanzar alguna que otra fugaz mirada a quienes le acompañan y preguntarse: “¿Dónde me he metido?”

Grotesco (2003) es una de esas novelas que tienen la virtud de retratar con brillantez y sin pretensiones eso que ahora nos da por llamar “el mal rollo”. Más allá de la historia de un crimen ya anunciado desde las primeras páginas (el de dos prostitutas que habían estudiado en el mismo instituto), Grotesco me ha parecido un catálogo del odio, de lo diversa y rica en matices que esta emoción humana puede llegar a ser, y de lo poco que en realidad podemos llegar a hacer contra ella: nadie está a salvo del odio, y el que crea que sí es un iluso que lee demasiado a Paulo Coelho. Y además se trata de un odio que viene dado por el profundo determinismo en que parece encontrarse sumida la sociedad japonesa, al menos tal como lo plantea Kirino en este trabajo: da la sensación de que cada uno tiene un sitio ya asignado en función de lo que tiene o de lo que puede ofrecer (o de lo que tienen y pueden ofrecer sus familias), y es muy difícil, si no imposible, tratar de hacer algo por superarse a uno mismo; y resulta mucho más complicado aún tratar de competir contra quienes han de estar por encima de uno en esa jerarquización tan férrea establecida por el sistema, ya sea porque tienen más dinero que uno, porque son más guapos que uno, porque sacan mejores notas que uno o porque tienen una sangre menos mestiza que uno (quien haya leído la novela, entenderá). Y el papel que en ese sentido juega el sistema educativo es bastante desolador. Desde luego, las escuelas (al menos cierto tipo de escuelas elitistas) no salen muy bien paradas de Grotesco. Ante tales premisas, es lógico que a quienes les toque desempeñar el papel de perdedores o de menos favorecidos acaben fraguando intensas dosis de resentimiento y odio hacia quienes están por encima.

Pues eso, mal rollo y odio a raudales: justo lo que una buena novela negra necesita. Para pensamientos en positivo ya tenemos los encuentros de la juventud con Benedicto XVI, los cursos de autoempleo para parados de larga duración del INEM y las canciones de AKB48. Muchos dirán que a esta novela le falta la presencia del clásico detective cínico y algo chuloputesco, a lo Philipe Marlowe, para ser una novela negra como dictan los cánones. Yo, muy al contrario, me alegro de ver que hoy en día es posible desembarazarse de la herencia de Chandler y Hammett y poder abordar con intensidad, originalidad y gracia literaria la esencia del crimen y la naturaleza criminal. Los clichés de género están precisamente para tenerlos en mente y tratar de recurrir a ellos lo menos posible, y Kirino en ese sentido se muestra de lo más solvente.

Y es que por encima de todo, lo que más me ha gustado de Grotesco es la maestría narrativa que posee la autora, Natsuo Kirino, la misma maestría que ya supo mostrar años atrás en Out (1997). En esta ocasión, la historia se nos va revelando a través de los diarios, cartas o declaraciones de todos los implicados en el asunto (las dos prostitutas asesinadas, el presunto asesino y otras personas relacionadas con ellas), mientras que la narradora principal es la hermana de una de las prostitutas y ex compañera de clase de la otra. Todos mienten, o todos cuentan verdades a medias; quizás la peor de todas esas voces sea la de la narradora, que muestra un odio y un rencor inusitados hacia todos los demás participantes en la trama (a excepción de su abuelo, con quien vivió durante su adolescencia y a quien manifiesta algo de aprecio). Textos tan subjetivos y tan cargados de falsedades y resentimientos ofrecen al lector un esfuerzo de lectura añadido que es de agradecer: me molestan esas novelas-papilla que ahora están tan en boga y donde se lo dan al lector todo mascadito. En fin, una estructura narrativa muy atractiva y muy inteligentemente montada, con la subjetividad y la diversidad de puntos de vista como bandera: no he podido evitar pensar en los relatos de Akutagawa, principalmente en Rashomon, que sin duda habrán influido en el proceder literario de Natsuo Kirino. Además, se nota una mayor clase en la recreación de ambientes por parte de la autora, que ya no recurre a esos excesos gore que manejaba en Out; y ni falta que le hace, porque en Grotesco sigue mostrándose como una maestra en la descripción de todo lo sucio, y hablamos tanto de suciedad moral como suciedad ambiental: el lector palpará y sentirá el lado más inmundo y menos presentable del Japón de hoy, y siempre codeándose irreverentemente con ese Japón superficial de dinero a espuertas, marcas y pijerío.

Y ya está; no pienso hacer una sinopsis de la novela ni revelar detalles de su argumento, porque para eso ya está la Wikipedia y la contraportada del libro. Solo diré que es una de esas novelas que harán deteneros en cada página y os permitirán reflexionar sobre lo que hay, y puede que incluso sobre vosotros mismos. Una página os llevará a la siguiente y, si os encontráis en el Hemisferio Norte, habréis encontrado una bonita forma de dar carpetazo al presente verano.