miércoles, 26 de junio de 2013

"El Palacio de los Sueños", de Ismail Kadaré



Ismail Kadaré, uno de esos autores que llevaba mucho tiempo queriendo leer, pero cuya primera lectura siempre se iba inexorablemente posponiendo a favor de otras. Ya le tocaba, y qué mejor manera de empezar a leerlo que con una de sus obras más representativas. El Palacio de los Sueños (1981) no defrauda: ofrece lo que uno espera de ella, al menos lo que yo esperaba. Y es que, bajo la apariencia de un original relato que mezcla elementos de novela histórica con ciencia-ficción, Kadaré parece querer hacer una crítica sutil pero valiente hacia las formas totalitarias de Estado, como el Estado en que a él le tocó vivir: el de la Albania socialista. De hecho, a los mecanismos censores albaneses no se les escapó el detalle y la obra tuvo dificultades para ver la luz.

Y es que, ¿podría haber un Estado más totalitario que aquél que pretendiera controlar incluso los sueños de sus ciudadanos? Pues eso es lo que propone Kadaré en El Palacio de los Sueños: la existencia de un delirante ministerio que, en tiempos de un Imperio Otomano en decadencia (se deduce que la acción transcurre a mediados o finales del siglo XIX), se dedicaba a hacer acopio de los sueños de sus súbditos para después tratar de interpretarlos por si pudieran pronosticar algún desastre que afectara a la seguridad del Estado.

El protagonista es Mark-Alem, uno de los funcionarios que trabaja para ese Palacio de los Sueños. Es un chico perteneciente a los Qyprilli, una de las más ilustres familias del Imperio, una saga de hombres de Estado que, sin embargo, nunca han visto al Palacio de los Sueños con buenos ojos. Sin embargo, ello no es óbice para que Mark-Alem vaya progresando en su carrera administrativa y que sus investigaciones sobre los sueños del populacho otomano puedan traer repercusiones funestas para los Qyprilli.

La comparación con Kafka suele ser inevitable. Buscas en Internet, y sueles encontrarte con el adjetivo “kafkiano” asociado a esta novela. No digo que no, aunque sinceramente, esa irrespirable atmósfera de Estado controlador, opresivo y metomentodo se acerca más a la idea que tengo de “orweliano” que de “kafkiano”. El Palacio de los Sueños se muestra al lector como un exótico Gran Hermano a la otomana, capaz de succionar la esencia onírica de su pueblo y de actuar en consecuencia: y al final al lector le queda la acongojante sensación de que nada se puede escapar a tales tentáculos.

Se lee bien, se lee con gusto.