lunes, 11 de noviembre de 2013

"Fuego cruzado (Crossfire)", de Miyuki Miyabe


Vivimos en el reino de los lectores justos, así que había que concederle una segunda oportunidad a Miyuki Miyabe, después de que su Juego de rol no me satisficiera lo suficiente. Me habían dicho que Fuego cruzado era la obra de referencia de esta autora, la que había que leer de forma prioritaria por encima de todas las demás. Y lo que me he encontrado es con el patrón del que luego Miyuki Miyabe se sirvió para escribir Juego de rol y, probablemente (tendría que leerlas para prescindir del “probablemente”), las otras dos novelas que configuran su tetralogía de Tokio. Y esa horma parece querer trasmitir a la obra consecuente todas sus virtudes (las pocas que yo consigo ver) y todos sus defectos (abundantes para mi gusto).

 
Lamento no haber podido detectar en la obra de Miyabe los elementos de disfrute y de positiva apreciación que muchos han sabido encontrar, según se observa en Internet a poco que te metas en el Google a buscar blogs literarios que contengan críticas y reseñas de Fuego cruzado. Las alabanzas a la novela abundan: que si es como Stephen King, que si la novela negra y la de terror se dan de la mano en inigualable maridaje, etc.

 
No digo que no. Pero a mí, si se me pide sinceridad, he de decir que, más que Stephen King, en Fuego cruzado he creído ver una versión nipona de la novela negra escandinava más sosa y menos creíble, o sea, la novela tipo Stieg Larsson (y que me perdonen los incondicionales de Millennium), con heroína vengativa invencible en sus dotes (siempre por encima de lo que la realidad y el sentido común aceptan por tolerable) e insuperable en los niveles de mala leche que llega alcanzar en su labor vengadora, aunque siempre se trata de una venganza y una mala leche de las políticamente correctas, es decir, que las víctimas de su cólera son personas de esas que a la gente de bien no le gustaría tener como vecinos: militantes de extrema derecha, maltratadores de mujeres, violadores, mafiosos varios, etc. Ver cómo un indeseable muerde el polvo es un planteamiento temático que seduce a la gran masa del público y le hace pensar cosas como que lo que lee también debería suceder en la realidad y que en España nos ha faltado una guillotina...


En este caso, las dotes de Junko Aoki, la protagonista, son las de la piroquinesis, palabreja con la que se designa la facultad que ciertas personas, al parecer, tienen de provocar incendios por medio de la mente, y que no debe haber muchas en el mundo, pues de haberlas, y en los tiempos de indignaciones varias en que vivimos, ardería Troya (y nunca mejor dicho). Por eso mismo me sorprende que una niñata con semejantes poderes se limite a ajustarle las cuentas a cuatro criminalillos de mala muerte, pudiendo aspirar a convertir parlamentos y sedes bancarias en monumentos falleros… Claro, sucede que Miyuki Miyabe es japonesa y no española (o de cualquier otra nacionalidad donde la vida no sea Bambi), de ahí que, sumida en su peculiar y naíf cosmogonía nipona, la quintaesencia del mal quede personificada en una banda de macarrillas barriobajeros. En fin, que a poco aspiran los vengadores japoneses dotados de superpoderes.

 
La detective Chikako Ishizu, verdadera protagonista de la tetralogía de Tokio de Miyuki Miyabe, tampoco le va a la zaga a Junko Aoki en cuanto a corrección política y a ausencia de elementos canallas: no tiene problemas con el alcohol, ni con el tabaco, ni enfermedades chungas, ni vicios  merecedores de sonrojo, ni marido putero, ni tan siquiera hijos que saquen malas notas. No hay cosa más sosa que un policía íntegro y exento de graves problemas personales protagonizando una novela negra, aparte de que esa integridad y serenidad de espíritu resulta menos creíble aún que la piroquinesis de Junko Aoki.

 
De todas maneras, al igual que paso factura a lo malo de este novela, aprovecho para elogiar su lado positivo: también en la línea de Stieg Larsson, Fuego cruzado constituye un termómetro social bastante certero (y en ese sentido, sí hace honor al concepto de novela negra). En más de una ocasión se le mete el dedo en la llaga a la sociedad japonesa contemporánea, denunciando algunos de sus aspectos más oscuros como el crimen organizado, el maltrato y la violencia de género, la soledad no deseada, problemas que ya resultan algo tópicos y manoseados en la narrativa y el cine japoneses de hoy, pero no por ello dejan de ser ciertos. Ya solo por eso no considero tiempo perdido la lectura de este trabajo.

 
Además, supongo que, por encima de todo, la novela fue concebida para entretener y al parecer a muchos entretiene, así que cumpliría con sus objetivos. En definitiva, la Miyabe debe de sentirse contenta.
 

lunes, 7 de octubre de 2013

"La bailarina de Izu", de Yasunari Kawabata


Con el pretexto de la excursión que hice a la península de Izu hace un par de semanas, releí La bailarina de Izu, ópera prima de Yasunari Kawabata, un breve relato publicado en 1926 y que marca las pautas de lo que será el quehacer literario del Nobel japonés durante las siguientes cuatro décadas.

Hará unos 25 años que lo leí por vez primera, y me dejó en el paladar literario un regusto de melancolía (la que debió acompañar a Kawabata a lo largo de su vida), pero también la fascinación por el exotismo de una cultura como la japonesa que en aquella época me resultaba totalmente ajena, ignota, remota. Pero las escasas páginas de La bailarina de Izu sirven para convencer a cualquiera de que, ni La bailarina de Izu será la última obra de Kawabata que lea, ni Kawabata será el último autor japonés que le suscite interés.

Y es que a todo lector dotado de unos mínimos de sensibilidad le va a marcar esta bella historia de un joven estudiante tokiota que se va de veraneo a la península de Izu y allí se enamora de una bailarina natural de la vecina isla de Oshima y cuya compañía de baile andaba de gira estival por Izu, de pueblo en pueblo y de onsen en onsen. Y a ese lector le va a marcar esta historia por la sencilla razón de que el primero que se vio marcado por ella fue sin duda el propio Kawabata: lo que se cuenta en La bailarina de Izu tiene muchísimo de autobiográfico, y somos muchos los que nos dejamos fácilmente atrapar por una historia en cuanto esta desprende aromas a confesión y revelación: la sinceridad normalmente llega al lector.

En definitiva, La bailarina de Izu es la historia de una vivencia efímera pero intensa; de deleite, seducción y sensualidad, pero también de frustración, dolor y fracaso. No es fácil dar tanto y con tanta dignidad literaria en tan pocas páginas y bajo el peso de la inexperiencia que se le supone al autor debutante. A Kawabata al menos no pareció influirle demasiado ese factor.

 

martes, 10 de septiembre de 2013

"Hanshichi, un detective en el Japón de los samuráis", de Okamoto Kidô


Si me dicen que el libro que voy a leer es algo parecido a Sherlock Holmes, es más que probable que acabe eligiendo otra lectura. Y eso es lo que hubiera hecho con Hanshichi, pero le di una oportunidad por aquello de que era japonesa y estaba ambientada en el Tokio decimonónico previo a la Restauración Meiji, o sea, esa ciudad que aún no era la capital de Japón  (al menos no lo era en el sentido de que el emperador aún residía en Kioto) y que todavía era conocida como Edo.

Curiosidad era también la que sentía hacia el autor de estos relatos, el escritor Okamoto Kidô (1872-1939), un autor de lo más versátil, y aunque el mayor volumen de su bibliografía lo ocupan las obras de teatro, en su época fue sobre todo conocido por sus historias del detective Hanshichi, que se fueron publicando por entregas en revistas entre 1916 y 1939, y que ahora tenemos la ocasión de poder leer en español gracias a la edición de Quaterni.

En efecto, Hanshichi es un detective que, a comienzos del siglo XX, y ya jubilado, se dedica a contarle a un joven periodista (que ejerce de narrador en los relatos) las peculiares batallitas detectivescas que vivió décadas atrás en una ciudad de Edo que no tenía mucho que ver con el Tokio de la era Taisho en que Hanshichi pasaba sus últimos años de vida. Y en eso reside el encanto de esta colección de relatos: en que Hanshichi va sirviendo de guía por aquel Edo a alguien que por su juventud no lo había conocido, y a los lectores nos va poniendo al corriente de los usos y costumbres del lugar y de la época. A través de las tramas criminales descubres el lado oscuro y siniestro de la ciudad de Edo, pero por otra parte, por la humanidad que rezuman las historias, te vas dando cuenta de que Edo tenía ese aroma inconfundible de “pueblo gordo”, más que de ciudad, muy similar al del Madrid que puebla las páginas de muchas de las novelas de Pérez Galdós. Queda reflejada la psicología del habitante de Edo, muy supersticioso y obsesionado con encontrar explicaciones sobrenaturales a las cosas que suceden a su alrededor, incluidos los crímenes. Se describe también con fidelidad la topografía de aquel Tokio decimonónico y, lo más interesante para los amantes de la narrativa histórica (pues qué duda cabe de que Hanshichi también tiene algo de eso), se describe con detalle la vida cotidiana de las distintas clases sociales y colectivos que poblaban aquellas calles del viejo Edo, y las relaciones, no siempre cordiales, que entre ellos se producían.

Pues eso, que Hanshichi es mucho más de lo que puede parecer. Es literatura de detectives, pero con elementos de la mejor literatura negra (Hanshichi no es detective de salón, sino que se ve obligado a “mojarse” en ocasiones, y el lado oscuro de la ciudad queda recogido en las páginas de los relatos), de la mejor literatura histórica, de un costumbrismo certero y trabajado que nos hace pensar en la buena narrativa realista y naturalista de la Europa del siglo XIX… No es literatura menor, no…

miércoles, 26 de junio de 2013

"El Palacio de los Sueños", de Ismail Kadaré



Ismail Kadaré, uno de esos autores que llevaba mucho tiempo queriendo leer, pero cuya primera lectura siempre se iba inexorablemente posponiendo a favor de otras. Ya le tocaba, y qué mejor manera de empezar a leerlo que con una de sus obras más representativas. El Palacio de los Sueños (1981) no defrauda: ofrece lo que uno espera de ella, al menos lo que yo esperaba. Y es que, bajo la apariencia de un original relato que mezcla elementos de novela histórica con ciencia-ficción, Kadaré parece querer hacer una crítica sutil pero valiente hacia las formas totalitarias de Estado, como el Estado en que a él le tocó vivir: el de la Albania socialista. De hecho, a los mecanismos censores albaneses no se les escapó el detalle y la obra tuvo dificultades para ver la luz.

Y es que, ¿podría haber un Estado más totalitario que aquél que pretendiera controlar incluso los sueños de sus ciudadanos? Pues eso es lo que propone Kadaré en El Palacio de los Sueños: la existencia de un delirante ministerio que, en tiempos de un Imperio Otomano en decadencia (se deduce que la acción transcurre a mediados o finales del siglo XIX), se dedicaba a hacer acopio de los sueños de sus súbditos para después tratar de interpretarlos por si pudieran pronosticar algún desastre que afectara a la seguridad del Estado.

El protagonista es Mark-Alem, uno de los funcionarios que trabaja para ese Palacio de los Sueños. Es un chico perteneciente a los Qyprilli, una de las más ilustres familias del Imperio, una saga de hombres de Estado que, sin embargo, nunca han visto al Palacio de los Sueños con buenos ojos. Sin embargo, ello no es óbice para que Mark-Alem vaya progresando en su carrera administrativa y que sus investigaciones sobre los sueños del populacho otomano puedan traer repercusiones funestas para los Qyprilli.

La comparación con Kafka suele ser inevitable. Buscas en Internet, y sueles encontrarte con el adjetivo “kafkiano” asociado a esta novela. No digo que no, aunque sinceramente, esa irrespirable atmósfera de Estado controlador, opresivo y metomentodo se acerca más a la idea que tengo de “orweliano” que de “kafkiano”. El Palacio de los Sueños se muestra al lector como un exótico Gran Hermano a la otomana, capaz de succionar la esencia onírica de su pueblo y de actuar en consecuencia: y al final al lector le queda la acongojante sensación de que nada se puede escapar a tales tentáculos.

Se lee bien, se lee con gusto.

lunes, 27 de mayo de 2013

"Shogun", de James Clavell



Este es un libro al que llegué, una vez más, gracias al enorme servicio literario que ofrece la tertulia de Kenzi Guerrero, a la que solo asisto con el corazón, pero algo es algo. Es un libro que, de no ser porque está siendo objeto de debate en esa tertulia, seguramente no habría leído en mi vida, y todo por una insana mezcla de pasividad, indiferencia, prejuicios y otras demencias. Ya sabéis, que si es un best seller, que si lo ha escrito un gaijin que para colmo se dedica a poner a caldo a los japoneses de hace 400 años y a retratarlos como siniestros personajes de katanas tomar…

Y bueno, tras la lectura de Shogun (1975) no he llegado a caer en el más eufórico de los entusiasmo ni a lamentar lo mucho que me estaba perdiendo, pero tampoco he tenido la acerba sensación del que irreversiblemente ha visto como una parte sustancial del tiempo de su existencia ha sido irreversiblemente agotada tras haber sido invertida en una actividad poco enriquecedora o infructuosa.

Nada de eso. Esta aventura ha merecido la pena, como supongo que también al navegante inglés William Adams (1564-1620) le compensó sufrir lo suyo en 1600 y años posteriores, durante su estancia forzosa en Japón a raíz de un viaje accidentado por el Pacífico, con tifones y persecuciones de españoles y portugueses, que le hicieron arribar con su nave a las costas niponas. En la novela el histórico Adams adquiere cuerpo de ficción bajo el nombre de John Blackthorne (sí, el que interpretaba Richard Chamberlain en la serie de televisión que luego hicieron), personaje protagónico que ha de participar lo quiera o no en un oscuro juego de relaciones y de feroces intereses locales e internacionales (señores feudales japoneses que ansían controlar el país, portugueses que quieren seguir teniendo la exclusiva en el comercio exterior, holandeses e ingleses que pretenden llevarse el gato al agua, etc.).

Bueno, no pienso detenerme más en la compleja y dilatada trama que da para mil y pico páginas y que a veces resulta algo costosa de digerir, con tanto diálogo prolongado y tanto personaje y acontecimiento, con tanta inclusión de palabras y expresiones japonesas incrustadas en el texto original inglés o su traducción al español; un recurso que, dicho sea de paso, resulta algo artificioso e innecesario para mi gusto, pues no es que esos “nee” o “sumimasen” aporten algo a la comprensión general del texto; más bien lo que hacen es liar al lector y resultan, insisto, algo artificiales; digo yo que ya podía haber puesto también los diálogos en portugués y latín, ya que esa es la lengua que generalmente emplea Blackthorne cuando habla con sus interlocutores nipones). También, como sería lo deseable en una buena novela histórica (esta me parece regular; le falta un hervor para ser buena), se echa de menos una mayor presencia de descripciones de ambientes, de espacios geográficos, de batallas. He visto poca maestría en ese aspecto por parte de James Clavell, la que le sobra para generar diálogos y ahondar en la mentalidad de los japoneses y europeos de la época. Es una novela que estudia la psicología colectiva y personal de las gentes que vivieron en ese momento y en ese lugar; triunfa la narrativa, la electrizante acción y la enumeración de hechos, pero falla en cierta medida la ambientación, muy superficial (gran fallo en alguien que procede del mundo del guión cinematográfico), como si Clavell diera por supuesto que el lector la conoce, la domina, no así la situación política y económica del momento, que no duda en presentarnos con todo lujo de detalles.

Pero precisamente por eso mismo, por lo que tiene de bueno, de instructivo, de ameno, no hay que caer en el descuido de dejar de leer Shogun

Hay varias ediciones en papel, todas ellas archiagotadas y archidescatalogadas, así que descárguensela de Internet sin el menor cargo de conciencia.

martes, 14 de mayo de 2013

"Vita sexualis", de Ôgai Mori



Vita sexualis: un título prometedor, incluso si no se sabe latín. Y me imagino que el Japón de 1909, momento en que esta novela de Ôgai Mori vio la luz, pocos eran los japoneses que dominaban la lengua de Cicerón, o tenían al menos las nociones suficientes como para deducir el significado del título. Pero con ese título es como se publicó originalmente esta novela hace poco más de un siglo. Sabiendo, además, que las autoridades retiraron de la circulación el texto por considerarlo moralmente inadecuado, uno llega a pensar que la obra no pasó de ningún modo desapercibida. Por ese mismo motivo esperaba encontrarme con unas páginas de esas que a veces vienen convencionalmente a llamar “escandalosas”, a pesar de que ya hay pocas cosas, si no ninguna, que nos escandalicen en materia de sexo a estas alturas de la película. Sin embargo, empiezo a leer el prólogo de Kayoko Takagi en la edición española de Trotta, y en él se advierte de que no hay tales motivos para el rubor, y que quizás se pasaron unos cuantos pueblos censurando este trabajo en su época (solía pasar, y no solo en Japón). Es más, se nos indica que el lector de Vita sexualis se dispone a iniciar una lectura reflexiva, en la que básicamente se trata de demostrar la importancia que el sexo llega a tener a lo largo de nuestras vidas; una de esas obviedades que hasta fechas no demasiado remotas se ha estado viendo como una verdad incómoda. Y se ve que Ôgai Mori metió el dedo en una de las llagas que laceraba el cuerpo de la paradójica era Meiji, a ratos occidental, a ratos oriental; en ocasiones desinhibida, pero en otras puritana; por momentos moderna, por momentos tradicional y conservadora; libre y tolerante para unas cosas, censora y restrictiva para otras.

Lo que uno se encuentra al leer Vita sexualis es un texto contado en primera persona y que puede que tenga mucho de autobiográfico. El filósofo ficticio Shizuka Kanai se presta a contarnos todo lo que de sexual ha tenido su vida, desde la tierna edad de seis años hasta los veintiuno. Concebida por el propio Ôgai Mori como una crítica, no exenta de parodia, hacia el Naturalismo literario, la obra ante todo lo que ofrece es mucho sentido del humor. (humor a la japonesa, humor de hace más de un siglo, pero humor al fin y al cabo). Por ese mismo detalle, me ha recordado mucho a Soy un gato, la memorable novela de Sôseki Natsume; no en vano, y por si quedaban dudas, en el capítulo introductorio de Vita sexualis se cuenta que “(Shizuka) Kanai leyó (Soy un gato) con enorme interés, hasta el punto de sentirse estimulado por ella”. Luego, en el siguiente párrafo, y por si también cabían dudas del antinaturalismo de Ôgai Mori, se dedica a poner a parir a Germinal de Zola porque insinúa que las escenas sexuales que aparecen en la citada novela no vienen a cuento… O sea, que como en Yo, el gato, Mori aprovecha las páginas de Vita sexualis para exorcizar sus fantasmas literarios, para quedarse bien a gusto, en otras palabras, combatiendo al enemigo con sus propias armas: las armas del shishôsetsu o novela del “yo”. Bueno, me gusta el resultado; ese “yo” sarcástico que se desnuda a todos los niveles y nos permite entender algo más de los códigos sexuales de un lugar y un tiempo. Una discreta joya literaria que no hay que dejar de leer.

La edición, como ya he dicho, es de Trotta, con traducción de Fernando Rodríguez-Izquierdo.


martes, 23 de abril de 2013

"Una extraña historia al este del río", de Nagai Kafû



Esto era otra cosa. Me reconcilio con la pluma de Nagai Kafû después de leer Una extraña historia al este del río (1937), novela corta mucha más elaborada que Durante las lluvias, con la que comparte volumen en su edición en español, publicada por Satori. Ahora he podido entender los elogios que Carlos Rubio le dedicaba a Nagai Kafû en su introducción a estos dos trabajos. Y aunque sigo viéndolo algo alejado de la categoría de genio, ahora me parece un poco más próximo a esa condición.

Como obra de madurez que era (Nagai Kafû tenía 58 años cuando se publicó), Una extraña historia al este del río ofrece elementos de calidad literaria y aspiraciones técnicas y estéticas que van mucho más allá de la mera descripción de los ambientes y espacios más característicos del Japón putero y libertino de los primeros años de la era Showa. Por supuesto que también hay mucho de eso, pero la cosa no se queda ahí y aspira a alcanzar otros horizontes. De momento, nos encontramos con un sugerente planteamiento metaliterario, bajo el pretexto de la historia de un escritor que se enamora de una prostituta, a la par que trata de escribir una novela. Así, entre episodio y episodio transcurrido en los bajos fondos tokiotas, el protagonista va proporcionando al lector detalles sobre su proceder como escritor e incrustando en el texto fragmentos de la novela que está componiendo.

En definitiva, un ejercicio original, complejo y altamente autobiográfico, con aires de innovación y de vanguardia, con aromas a esos autores franceses que Nagai Kafû tanto admiraba. Y es que, a medida que iba leyendo Una extraña historia al este del río, por mi cabeza iban pasando recuerdos vagos pero elocuentes de Los monederos falsos de André Gide. Quizás la novela de Kafû no alcance la complejidad de la de Gide, pero ello no le resta originalidad ni interés. En otras palabras, se perciben las influencias de André Gide, pero ello no supone una renuncia por parte de Nagai Kafû a la esencia literaria del Japón: como ejemplo, cabe comentar que, en un momento de la novela, el protagonista reconoce la importancia de incluir en una novela los fenómenos meteorológicos o la observación de la naturaleza. Y así lo cumple el propio Kafû: la gran mayoría de los capítulos de Una extraña historia al este del río se inician con una descripción del tiempo y/o del paisaje en el momento en que transcurre la acción. En fin, eso que a mí me da por llamar “momento haiku”, y que a autores como Kawabata se les daba tan bien. Pues Kafû, cuando se lo proponía, tampoco se quedaba corto, a lo que se ve.

Un texto que parece transitar sin rumbo definido ni planteamiento estructural claro, lo que no es de extrañar en el contexto histórico en que fue escrita, pues se trata de una novela con la que Nagai Kafû nos lleva una vez más al sórdido mundo del Japón de entreguerras, época en que el país navegaba lentamente a la deriva y hacia un trágico hundimiento que aún no se había producido ni tan siquiera se atisbaba, aunque ya parecía contar con un significativo grupo de náufragos, como lo eran los personajes que pueblan las páginas firmadas por Nagai Kafû (él mismo sin duda figuraba en esa nómina de náufragos): un autor que habrá que seguir leyendo.

lunes, 1 de abril de 2013

"País de nieve", de Yasunari Kawabata



Tocaba volver a navegar por los mares literarios de Kawabata, uno de esos autores que nunca se leerá lo suficiente. Y, hablando de mi caso particular, lo que llevo leído y disfrutado del primer Premio Nobel japonés queda aún a años luz de lo que podría recibir el calificativo de “suficiente”.

Camino de esa suficiencia he transitado por las páginas de País de nieve, novela que fue originalmente publicada por entregas entre 1935 y 1937, como sucedió años atrás con muchas de las grandes novelas de la literatura europea decimonónica: para que luego vengan diciendo que lo de la cultura por entregas es algo de nuestro tiempo.

Preciosa historia de amores y desamores, de temáticas universales que trascienden el tiempo y el espacio. La acción transcurre en el interior de Japón, en los años treinta y en pleno invierno, pero, con los ajustes lógicos y necesarios, si te dicen que esto pasa en la costa alicantina, en 2013 y en pleno verano, resulta igual de creíble.

La vida del ocioso y diletante Shimamura, arquetipo del pijo sobrado de pasta y que no necesita trabajar (se dedica teóricamente al estudio de la danza occidental), se cruza con la de Komako, geisha en un pequeño pueblo montañés que vive del turismo, circunstancia que obliga a que las geishas sean algo más de lo que las enciclopedias bienpensantes de Japón suelen decirnos que son. Los caracteres bien contrapuestos de Shimamura y Komako entran constantemente en conflicto y a la vez en atracción, lo que motiva que Shimamura haga varios viajes al “país de la nieve”. Pero mientras, para complicar las cosas, surge en escena otra joven pueblerina llamada Yoko.

Me quedo con la fuerza de la historia gracias al triángulo de relaciones y sentimientos que se van forjando a lo largo de la historia, con desenlace trágico de postre. El prologuista Edward G. Seidensticker (en la edición de Emecé al menos está su prólogo) ve un montón de simbolismo en todas las figuras protagónicas, con buena parte de razón, aunque a mí lo que me ha llegado es sobre todo la profunda belleza lírica que engalana esta novela.

Y es que hay poesía por todas partes. La sensibilidad hacia el paisaje, hacia el medio natural y la meteorología, aflora por la superficie de cada página. Tienes la sensación de que te has sumergido en la lectura de un haiku de casi doscientas páginas.

El final, como ya dije, es trágico, incendiario, a la vez que poco esclarecedor, bastante abierto, lo que le añade un último encanto a la novela, por si ya tuviera pocos: te deja ese regusto que solo tienen las grandes obras, te proporciona los motivos para que lo que has leído siga presente en ti tras cerrar el libro.


martes, 26 de marzo de 2013

"Durante las lluvias", de Nagai Kafû



Durante las lluvias (Tsuyu no atosaki, 1931) es la primera de las dos novelas cortas del escritor japonés Nagai Kafû (1879-1959) que componen el volumen Una extraña historia al este del río, publicado en español por Satori (2012), con traducción de Rumi Sato. La segunda de las novelas, publicada en 1937, es la que da título al libro, y de ella me ocuparé en otra entrada de este blog dentro de unos días.

Accedí a la lectura de esta historia alentado por la introducción que Carlos Rubio hace a la citada edición, donde llega a afirmar que Nagai Kafû “se halla un peldaño más arriba de la categoría de maestro: la de genio (como Chikamatsu y Akutagawa)”. Leo con profundo respeto, cuando no con algo de veneración, los textos introductorios que Carlos Rubio redacta en las publicaciones de Satori u otras editoriales, porque con ellos es capaz de sumergir al lector en el contexto espacio-temporal de la obra y de aportarle datos biográficos de singular relevancia sobre el autor que permiten acercarnos al por qué de su estilo y sus inquietudes temáticas. Y por eso mismo, confié en que iba a leer una obra genial, es decir, la que es propia de un genio, y he de confesar que me llevé un chasco. Estoy de acuerdo en apreciar la maestría literaria de Nagai Kafû, pero no he sabido encontrarle la genialidad, al menos en Durante las lluvias, el primero que leo de este autor. No he logrado verle a la altura de otros japoneses de su tiempo como Tanizaki o (mucho menos aún) Akutagawa.

Es cierto que el profundo conocimiento de campo que Kafû tenía sobre los bajos fondos y el puterío tokiotas de su tiempo confiere una gran credibilidad y un incalculable valor documental a sus trabajos, ambientados en tan sórdidos pero atractivos lugares. Durante las lluvias tiene sin duda muchísimo de autobiográfico, con ese escritor protagonista que se enamora de la puta y con la que establece un sutil juego de atracción y rechazo. De acuerdo también en que la carga costumbrista y realista del texto le aporta un valor documental añadido. A través de sus páginas contemplo zonas de Tokio por las que transito en la actualidad, tales como Ichigaya, Kaguzaraka, Yotsuya… Y no hay quien las reconozca… Te enteras de que los sitios que hoy son el súmmum de la elegancia y del pijerío tokiotas, debieron ser antros puteros de agárrate hace poco menos de un siglo. Las vueltas que da la vida.

A pesar de todo, no sé si es porque me esperaba algo más de una literatura calificada de “libertina”, pero lo cierto es que el relato me ha resultado algo suave, naif, me atrevería a decir que incluso algo pueril. Que no era para tanto, vamos.

De todas maneras, leeré a continuación Una extraña historia al este del río, supuestamente mejor que Durante las lluvias, confiando en que solo se haya tratado de una mala primera impresión, aunque “mala” tampoco es el adjetivo que quiero utilizar para referirme a esta narración; eso tampoco haría justicia a la novela de Kafû.

domingo, 10 de marzo de 2013

"La mujer de la arena", de Kôbô Abe



Hace unos días alguien me puso un ejemplar de este libro sobre la mesa y me recomendó que lo leyera, porque “Este sí que es el Kafka japonés, y no el Haruki Murakami”. No podía argumentar en su contra, pues la historia del libro ya me era familiar gracias al impactante filme que Hiroshi Teshigahara había rodado basándose en esta novela. Y precisamente por eso hace años que ya lo habría leído, si no fuese porque en las librerías españolas figura eternamente como agotado y no parece que exista versión digital en Internet digna de ser descargada. Pero en cuanto un ejemplar cayó en mis manos, no hubo piedad con sus páginas y cayeron una tras otra.

La película de Teshigahara respondió a mis expectativas en su momento y el texto original de Kôbô Abe ahora me ha resultado igual de convincente, si no más. Engancha la historia del maestro de escuela aficionado a la entomología que se aventura durante sus vacaciones en una comarca de dunas para capturar escarabajos y al final acaba siendo él el capturado. Los lugareños le obligan a vivir junto a una enigmática mujer en una vivienda sumida en un hoyo, como tantas otras de la localidad, desde la cual debe colaborar en las labores de recogida de arena que permiten la subsistencia de sus gentes, pues de lo contrario las dunas habrían sepultado el pueblo tiempo atrás. Como es de suponer, el protagonista pretende librarse de su cautiverio, y para ello lleva a cabo una serie de planes y operaciones de fuga que siempre desembocan en el fracaso, y ahí está lo kafkiano del asunto: el personaje se ve implicado en un desafortunado asunto sin comerlo ni beberlo, ni haber hecho especiales méritos para ello, ni encontrar una explicación lógica a su negro destino. Paralelamente, el hombre establece una intensa y ambigua relación con su anfitriona que podríamos calificar de amor-odio, y que aporta intensidad argumental a la novela, a la vez que le asegura un final abierto, de esos que te dejan un regusto en el paladar literario.

No sé si solo me pasa a mí, pero en La mujer de la arena he creído ver, más allá de la fábula kafkiana, una soterrada y sutil crítica al Japón en que a Abe le tocó vivir, el Japón de hace cincuenta años que, en esencia, comparte bastantes rasgos esenciales con el Japón de 2013. O precisamente esa cimentación oculta en la realidad es lo que hace que esta novela sea más kafkiana si cabe, porque, ¿acaso Kafka no anunciaba premonitoriamente y de paso denunciaba en sus trabajos toda la demencia que pringaba a la Europa central de hace un siglo y que con el paso de los años devendría en demencias aún mayores?

Lo cierto es que a lo largo de las páginas de La mujer de arena, pero sobre todo a medida que me he ido acercando al final, he visto toda una sucesión de alegorías sobre los aspectos menos edificantes del estilo de vida de las grandes ciudades niponas, aunque la acción de la novela se desarrolle en un entorno desértico y desde luego nada urbano. Pero veo esos siniestros hoyos rodeados de arena en los que la gente se ve condenada a trabajar día tras día, sin apenas disfrutar de descansos y por supuesto sin vacaciones, sin tener la mínima opción de escapar, y con la retranca que tiene el dato, que Abe deja sutilmente caer, de que muchos de esos cautivos tienen a su disposición medios para escapar y sin embargo no lo hacen, quizás porque tienen miedo a lo que hay fuera, quizás porque consideran que esa es su obligación o ese es su lugar…

Y a veces Abe deja aparcadas las alegorías y otras licencias literarias y lanza ataques contra el sistema tan directos como inequívocos. Jamás había leído una descripción tan precisa y acertada como la que hace de los deprimentes y prosaicos domingos tokiotas (otra cosa que no ha cambiado mucho en 50 años, me temo).

Gran novela, sin duda, de las que son (o deberían ser) un hito en su época y en su cultura. No será lo último de Abe que lea.


viernes, 22 de febrero de 2013

"Una cuestión personal", de Kenzaburo Oé



El año pasado traté de saldar mi deuda lectora con Junichiro Tanizaki; y este año me he propuesto rendirle similar tributo a la obra de Kenzaburo Oé, un autor cuya obra conocía parcialmente y ahora me doy cuenta de lo que me estaba perdiendo.

Sigo avanzando en orden cronológico por su bibliografía, prestándole ahora atención a sus obras más tempranas. Y así me he encontrado con el que me ha parecido uno de los trabajos de Oé más sinceros, mejor elaborados y más representativos de lo que es la esencia creadora de este autor (o al menos lo que yo percibo como su esencia creadora): se trata de Una cuestión personal (1964), obra que podemos disfrutar en español gracias a Anagrama, que la publica con traducción de Yoonah Kim y colaboración de Roberto Fernández Sastre.

En la reseña que enriquece la contraportada de la citada edición se le reconocen a Una cuestión personal en particular y a Oé en general influencias de las obras de Dante, William Blake y Malcom Lowry. De las tres referidas, a mí me ha llegado más de la primera, pues dantesco resulta el particular periplo híbrido de tres jornadas, a caballo entre el viaje interior y el descenso a los infiernos, que ha de recorrer Bird, el protagonista de la novela, arquetipo del salaryman frustrado, mediocre y adocenado que empezaba a proliferar en los años en que la novela fue escrita, víctima del alcohol, de un trabajo nada gratificante como profesor de inglés en una escuela preparatoria de baja estopa, y de unas relaciones de pareja que no parecen ser ni plenas ni satisfactorias, a juzgar por lo que se va descubriendo página a página. Pero Bird trata de eclipsar todas esas adversidades con el sueño de un viaje a África que va preparando mediante la lectura de libros y la adquisición de mapas, aunque sin tener la certeza de que algún día esa fuga al continente negro pueda verse materializada.

En definitiva, un asquito de vida es lo que tiene nuestro Bird, y eso que va a tener un hijo. Pero pronto descubrimos que el problema es precisamente el hijo, que ha nacido con una grave lesión cerebral que, según los médicos de la maternidad, condena a la criatura a la muerte o a vivir como un vegetal. No obstante, tales médicos recomiendan una operación, porque ven un atisbo de esperanza, aunque eso es precisamente lo que tortura a Bird quien, envuelto en sus delirios de egoísmo, sueña con un futuro mejor para él (solo para él), a ser posible sin “el monstruo”… Aflora en Bird el lado más mezquino de su individualismo: el que le lleva a verse con derecho a acabar con la vida de su malformado bebé, pero no por ahorrarle el sufrimiento al niño, sino por ahorrárselo a él, que quiere ser libre y largarse a África, y el hijo tal vez se lo impediría.

Y ahí viene su particular descenso al infierno, su trágico debate interior. Lo bueno para él (y para el lector, porque le da alegría y sustancia al asunto) es que no estará solo en ese crucero infernal (siendo el infierno, cómo no, la descorazonadora sordidez de aquel Tokio “sesentero”), sino que le acompañará, a modo de delicioso Mefistófeles a la nipona, una amiga de sus años de universitario. Esta chica, llamada Himiko, será la encargada de encender, entre polvo y polvo, las pocas bombillas que Bird puede tener disponibles bajo la mata de pelo.

Una novela en la que sale a la luz lo mejor y lo peor del ser humano, en la que vemos una batalla de egos donde muchos luchan solo por salvar sus trastos, no importa quién caiga, pero en la que otros se esfuerzan por apoyar al prójimo, aunque al final, por mucho apoyo que reciban, la solución a sus problemas solo dependerá de ellos mismos: se tratará de una cuestión personal.

Una lectura fácil y grata, de esas que te dejan regusto (lo propio de las obras maestras): acabé de leerla hace diez días y sigo dándole vueltas.


lunes, 28 de enero de 2013

"Arrancad las semillas, fusilad a los niños", de Kenzaburo Oé



Hoy vengo a reconciliarme con los que se enfadan (cariñosamente) conmigo porque en alguna ocasión he dicho que Kenzaburo Oé, aunque me encanta (al menos lo que llevo leído de él), resulta en ocasiones un autor algo difícil de leer. Y no digo esto como defecto del escritor ni como advertencia disuasoria a sus posibles lectores: todo lo contrario, me parece que eso convierte a Oé en un autor más interesante y sugerente si cabe.

Aunque es posible que esa dificultad en realidad sea más propia del Oé más reciente en el tiempo que de sus primeras obras. En su momento no me resultó difícil la lectura de La presa, como ahora también me ha parecido sencilla y placentera la de Arrancad las semillas, fusilad a los niños. Placentera en lo literario, que quede claro, pero sobrecogedora en lo temático: unos chicos de reformatorio, unos delincuentillos juveniles de poca monta, vagan por el Japón rural en plena Segunda Guerra Mundial, huyendo de sus propios compatriotas, que les tratan del modo más cruel (alguien incluso sugiere su exterminio). En uno de esos pueblos los acogen para trabajar en régimen de esclavitud, hasta que se desata una epidemia y todo el mundo huye, dejando a estos niños abandonados y encerrados, pero los chicos logran salir y organizarse una mini-sociedad que les permita sobrevivir a esa sinrazón, a esa especie de guerra civil con forma de guerra mundial en la que el japonés es lobo para el japonés y en la que el mayor peligro no cae del cielo bajo la forma de un bombardeo yanqui, sino que está a pie de tierra y blandiendo un arma blanca o simplemente golpeando con sus puños…

Una fábula sobre los niños que han de madurar prematuramente, a hostia limpia y por imperativo legal, porque lo exige una guerra que establecen los llamados adultos. Tales niños ingresan en ese mundo a tientas, por el método de ensayo-error, estableciendo pautas, liderazgos, simbologías, mitos… En ese sentido, uno no puede dejar de recordar las vivencias de los niños de El señor de lasmoscas (William Golding, 1954) en su isla desierta.

Y sí, he de decirlo: muy fácil de leer.

La tenéis en Anagrama, con traducción de Miguel Wandenbergh.


jueves, 24 de enero de 2013

"R.P.G. Juego de rol", de Miyuki Miyabe



Pongo de nuevo en marcha este blog (por cierto, ¡feliz año nuevo!). Confieso que han sido pocas lecturas asiáticas las que he realizado a lo largo de este último otoño, más interesado por el ahora tan aclamado género de la novela negra, particularmente aclamado si tales novelas negras proceden de Suecia o países vecinos; sí, esos países que las mentes normales tienen por ejemplos a seguir a todos los niveles, pero que en las mentes de sus novelistas figuran como siniestros feudos de violadores, pederastas, ultraderechistas y otras joyas humanas que hacen la vida imposible al resto de sus pacíficos compatriotas, si estos no mueren antes de una sobredosis de tabaco, alcohol barato o comida basura (porque en estas novelas negras los hábitos alimenticios de los vikingos quedan peor parados que su marcada tendencia a la criminalidad sexual). Lo cierto es que sigo sin ver lo que de maravilloso tiene la novela negra de aquellas geografías nórdicas: por más que leo y leo, en general (y sálvese quien pueda) me parecen un desolador ejemplo de sobrevaloración, escritas en un tono de candidez y maniqueísmo que a veces resulta insufrible, y ejecutadas en unos mimbres literarios que muchas veces no darían para el más misericorde de los beneplácitos en el más permisivo de los talleres literarios. En cualquier caso, lo que es evidente es que a la gente le da a veces por tal o cual producto literario y, si tú no lo lees, da la sensación de que procedes de una extraña galaxia o que ni padres ni escuela hicieron un buen trabajo contigo.

Y alicaído ante lo poco que me estaban aportando todos aquellos crímenes que vinieron del frío (con mis mayores respetos y mi cariño hacia los fans de Stieg Larsson, Asa Larsson, Camilla Läckberg, Jo Nesbo y demás), me dispuse a dedicar algo de atención a algún crimen que viniera de geografías más orientales. Me decanté por este Juego de rol de la aclamada “Reina japonesa del misterio” Miyuki Miyabe, pero al final de su lectura me planteé que tal vez lo mejor sería seguir leyendo a los escandinavos durante una temporada más…

Sí, Juego de rol era la primera novela de Miyabe que leía, la primera de su afamada Tetralogía de Tokio, una de esas sagas supuestamente imprescindibles de la historia de la novela negra, y lo que me he encontrado con una panda de agentes nipones relamidos, listillos y algo pagados de sí mismos que no se mojan demasiado ni se juegan el tipo en sus actividades investigadoras (dicen que en Fuego cruzado sí se implican algo más, así que le concederé a Miyabe el beneficio de la duda y me leeré tal novela). Un rollo algo artificial y aburrido; uno pensaba que Agatha Christie estaba enterrada y bien enterrada, pero resulta que no…

Supongo que en el fondo Japón no es país para novela negra, y mucho menos el distrito tokiota de Suginami, donde sucede la trama de Juego de rol, ya que el citado lugar no es más que un decrépito barrio de abuelillos (más un servidos que reside en él desde la primavera pasada) donde el mayor delito que se puede cometer es robarle el paraguas al vecino o no clasificar adecuadamente la basura…

Pero en esta novela suceden nada más y nada menos que un par de asesinatos, y con ellos se descubre el lado oculto de un asalariado japonés (una de las víctimas) que, harto de la esposa e hija gilipollas que tenía en su vida real, decide montarse una familia virtual en Internet, pero la cosa acaba mal. En fin, no sé si es que Internet ya es para mí algo tan habitual como lavarme los dientes antes de acostarme, pero la verdad es que me impactan muy poco esas novelas y películas que se empeñan en vendernos el lado oscuro de la red. Vale que la novela es de hace una década y entonces Internet no era algo tan extendido como hoy y aún podía llegar a sorprender y deslumbrar, pero a diez años vista todo lo que se refleja resulta muy forzado, muy exagerado, muy poco creíble y, en definitiva, con muy poca capacidad para dejarnos boquiabiertos y patidifusos en el horror del crimen, que es la principal estrategia con la que suele jugar la novela negra.

Casi toda la acción transcurre en la sala de interrogatorios de una comisaría, lo que la hace ser una novela más aburrida si cabe. A lo mejor como obra de teatro tenía futuro esta historia, pero en novela negra lo suyo es la acción, el movimiento, la diversidad escénica, el peligro… Aquí no hay nada de eso.

Al final, en novela negra japonesa, el rey sigue siendo Keigo Higashino