lunes, 16 de febrero de 2015

"El expreso de Tokio", de Seicho Matsumoto


Soy amigo de dejar mal parada a la literatura negra japonesa. Casi siempre me ha parecido algo ñoña y poco creíble para lo que en occidente entendemos por lo que es una buena novela criminal (la excepción occidental serían los autores escandinavos, con Stieg Larsson a la cabeza, que también hay que echarles de comer aparte). La lectura de El expreso de Tokio me ha permitido descubrir que había otra literatura negra japonesa, de la buena, de la que puede resultar sofisticada, pero sin sacrificar con ello la veracidad ni la credibilidad. Pero claro, esto se ve que llama poco la atención a los editores en lengua española, porque resulta bastante doloroso que de Seicho Matsumoto (1909-1992), alguien a quien podríamos considerar como un padre para la novela negra japonesa (una especie de Vázquez Montalbán nipón) no haya sido traducido a nuestro idioma hasta el año pasado, 22 años después de la muerte de Matsumoto, cuando Libros del Asteroide se animó por fin a publicar el libro que nos ocupa. Que no decaiga el ánimo, amigos del Asteroide: ¡Queremos más Seicho Matsumoto!

Vale que el perfil de El expreso de Tokio no encaja del todo en eso que solemos entender como novela negra. Poco sabemos de la vida privada del subinspector Mihara, el hombre encargado de averiguar quién mató a una atípica pareja (aunque quizás no fuera tan atípica para la época y la sociedad en que se ambienta la novela: el sombrío Japón de la posguerra) formada por un funcionario y una camarera cuyos cadáveres aparecen en una playa de la isla de Kyushu, si es que acaso alguien los mató, porque todo parece indicar que se trata de un doble suicidio por causas sentimentales. Pues sí, el libro no nos habla mucho del perfil humano de Mihara; de si bebe como un cosaco, o si fuma como una central térmica, o si se folla a todas las agentes de policía que se hallan bajo su mando (si es que acaso había mujeres policía en el Japón de los años cuarenta, cosa que ignoro). Pero es que ni puñetera falta hace que nos lo cuenten, la verdad. ¿Por qué nos empeñamos en considerar que una novela negra solo es buena cuando el representante de la ley es más corrupto que la trama Gürtel y su vida tiene más baches que una carretera local en la España de hace treinta años? A medida que uno va leyendo los capítulos de El expreso de Tokio, cada vez va sintiendo menos necesidad de que Matsumoto se ponga a contarnos eso. En cambio, nos vemos envueltos por una trama de una lógica aplastante, por unos datos precisos, matemáticos, en ocasiones más dignos de un estudio de aritmética que de un caso de criminalística. Uno puede llegar a alucinar al final de la novela cuando lee la nota que indica que los horarios de trenes y aviones que se manejan en la novela y sobre los que Mihara logra hallar las claves que le conducen a la resolución del caso son reales y eran los vigentes en 1947… Y entonces, con ese breve apunte, la imaginación fluye casi más que con toda la novela: me pongo catatónico solo de visualizar mentalmente al autor de la novela acudiendo a la estación de Tokio para comprobar el paso de determinados trenes y su permanencia en los andenes (quien haya leído la novela entenderá por qué lo digo). Ya solo con ese leve detalle se percibe el alto nivel de disciplina y de excelencia que Matsumoto debió exigirse a sí mismo en las tareas de documentación que toda buena novela requiere.

Pero no todo es técnica y precisión en El expreso de Tokio. De manera muy sutil, el factor humano y el mundo de las emociones, encarnados en la curtida experiencia vital del policía local Jutaro Torigai, suponen la chispa que enciende la mecha que lleva al subinspector Mihara a ver que aquellas dos muertes tenían muy poco de suicidio.


El lector se ve sumergido en un viaje a un Japón que ya se antoja casi mítico en su distanciamiento con respecto al presente. Un Japón lejano tanto en el tiempo como en la percepción que actualmente uno puede tener del país. Es un Japón que se visualiza en blanco y negro y se escucha a ritmo de enka, envuelto en modestia, precariedad y, si se ahonda en las capas menos escrupulosas de aquella sociedad, pringado de corrupción por los cuatro costados. El expreso de Tokio es el ingenio que nos permite emprender ese viaje. No pierdan el tren.