jueves, 3 de diciembre de 2015

"Ramayana", de Valmiki


Si ya me emocionó el Mahabharata, el Ramayana dobla el asombro. Verdaderamente, la humanidad occidental en general y la española en particular se muestra palurda e intelectualmente inoperativa al vivir de espaldas a estos dos monumentos literarios de la India, al obviarlos y excluirlos de los planes de estudios. Claro que, si la cultura grecolatina ha sufrido la deportación de las escuelas españolas, a la literatura y el pensamiento hindúes no se les concede ni un miserable visado turístico, y se levantan infranqueables muros de incomprensión e ignorancia por si se les ocurriera acercarse a nosotros en forma de publicación.

Afortunadamente, sus enconados esfuerzos por embrutecernos y cegarnos ante opciones culturales alternativas a la nuestra hacen agua de lo lindo y siempre quedan vías de penetración sin vigilancia. En el caso que nos ocupa, la vía de ingreso fue la cuidada edición de Atalanta, que sigue a su vez la traducción y edición que del Ramayana realizó en inglés Arshia Saltar, catedrática de lenguas y culturas asiáticas de la Universidad de Chicago. De esta edición se sirvió el traductor Roberto Frías para hacer su versión en español. De nuevo, el punto débil de un libro es que no nace de una traducción directa, sino de la traducción de otra traducción, pero a veces parece que eso es demasiado pedir a las editoriales del mundo hispanohablante.

En cualquier caso, e incluso aunque sea a través de una traducción, resulta demasiado evidente que Valmiki labró y alzó mediante el Ramayana uno de los pilares literarios y filosóficos de la Humanidad. En esta historia de hombres con poderes extremos, de hombres que luego resulta que son dioses, de animales con virtudes humanas y energías y capacidades sobrehumanas, de mundos infrahumanos y seres malignos que representan todo lo peor que a uno se le puede ocurrir y más, no dejamos de asombrarnos ante lo que se muestra como la base ancestral, la materia prima fundacional, la inagotable ubre de la que parecen haberse nutrido en los milenios siguientes quienes han querido lidiar con eso que ahora se llama “literatura fantástica”. Que me perdonen los incondicionales fans por la herejía, pero la lectura de la obra maestra de Valmiki me obliga a declarar que, después del Ramayana, engendros como El señor de los anillos y Juego de tronos sobraban, como también habría sobrado el realismo mágico, pero esto lo pongo en condicional compuesto para no quedarme sin amigos.

Sea como sea, esta historia de los infortunios de Rama, a quien, pese a su carácter cuasi divino, no solo le echan de su reino, sino que encima le secuestran a la parienta, se ve compensada por una victoria final que incurre en el pecado de lo naíf, tan habitual en la literatura épica de retratar a los buenos como muy buenos (sobrepasando a menudo la delgada línea que separa al bueno del gilipollas) y a los malos como insuperablemente malos, con una obvia y previsible victoria final del bien sobre el mal. Sin embargo, al margen de tales simplezas argumentales, el Ramayana es escuela de valores humanos y morales: la ley, la lealtad, la amistad y el cumplimiento de la obligación surgen como principales motores que mueven el mundo, por encima del precio de las acciones en bolsa. Sí, me diréis que en el Ramayana se habla también de riqueza, de poder económico (Valmiki sería un hombre de gran calado espiritual, pero no se había caído de ningún guindo), pero sobre todo se habla de cómo se debe ser para ser alguien correcto. A lo mejor a la Humanidad le habría ido mejor si hubiera leído más el Ramayana y menos a Adam Smith.

Habrá quien también vea en el Ramayana un texto demasiado conservador, que se complace en lo establecido y no desea que haya cambios, que parece que viene a justificar y de paso tratar de perpetuar la sociedad de castas, donde todo el mundo cumple su obligación y conoce cuál es su lugar. No digo que no sea así, pero tampoco podemos pedirle peras al olmo y esperar contenidos de audaz avance social en un texto de la India del siglo III a. de C. 

Lo que es indudable es que lo del Ramayana es fantasía desbordante a raudales en cada página, pero que jamás riñe con el conocimiento de las parcelas más evidentes de la realidad humana. No sé a qué esperáis a leerlo.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

"Patriotismo", de Yukio Mishima


Hoy (o puede que lo sea mañana, depende de la parte del globo terráqueo donde ustedes se encuentren) ha sido 25 de noviembre. En tal día como este, pero de 1970, a Yukio Mishima le dio por hacer aquella gamberrada de irrumpir en la sede del Ministerio de Defensa de Japón sin haber sido invitado, por la fuerza, en compañía y con bastantes dosis de mala leche, para a continuación salir a aquel balconcito donde le hicieron todas aquellas fotos vestido de militar (o de “pseudomilitar”; porque cada vez que las veo me parece una variante deslucida del atuendo de Michael Jackson) mientras él se dedicaba a lanzar a los cuatro vientos una serie de escupitajos verbales contra la Constitución nipona por considerarla demasiado pacifista y posteriormente, tras abandonar aquella terracita y volver a internarse en el edificio, abrirse el vientre de muy mala manera (yo entiendo de seppukus lo mismo que de física cuántica, pero aseguran los expertos en la materia que aquello debió ser una soberana chapuza charcutera).

Y por este motivo, mucho se ha hablado de Mishima entre ayer y hoy en los medios de comunicación japoneses, que han hecho bastante hincapié en la pervivencia y vigencia de la figura y obra de Mishima en la sociedad y en las letras del Japón actual, quizás porque el primer ministro Shinzo Abe también se ha empeñado en vender la idea de que la carta magna que los estadounidenses dieron a los japoneses (aquí los políticos no pueden añadir, a diferencia de sus colegas españoles, la coletilla “que nos hemos dado” al hablar de su texto constitucional) necesita un zurcido en donde él y Mishima consideran que hay un descosido, que no es sino en el papel de las Fuerzas de Autodefensa, que ellos consideran limitado y pasivo. Abe, al igual que Mishima, sueña con unas fuerzas armadas japonesas dotadas de mayor capacidad y autonomía, y eso hace que la figura de Abe caiga mal en una buena parte de japoneses que ven obvia la relación que ha existido en su país entre desmilitarización y desarrollo económico desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Lo mismito le pasó a Mishima aquella mañana de noviembre de 1970, que se quedó en aquel balcón más solo que la una: se perciben los abucheos y los gritos de desaprobación y discrepancia emitidos por muchos de aquellos que pudieron contemplar el espectáculo.

Que Mishima era un fantoche en materia política (de nuevo vale el paralelismo con Abe), es algo que parecen tener bien claro unos cuantos japoneses a día de hoy. Ahora bien, pensar que sus fantochadas alcanzan el terreno de lo literario, eso es algo que solo debe rondar en la cabeza de alguien que no ama la literatura, o en la de alguien como Haruki Murakami y en las de muchos de quienes le siguen, esos curiosos otakus que viven en fanático desvelo porque a esa medianía no le conceden el Nobel. Lo siento mucho por ellos, pero lamento tener que hacerles ver que Mishima vive a través de sus libros 45 años después (y lo que te rondaré, morena). No sé si viviré para contarlo, pero me gustaría poder llegar a viejo para ver dónde quedan los libros de Haruki Murakami dentro de 45 años… Luego hay que añadir el hecho de que la figura de Mishima es en sí fascinante: por sí solo él ya es una novela; él ya es un personaje. Su figura ha inspirado películas biográficas como la de Paul Schrader (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985), o deliciosos a la par que precisos ensayos como el de Marguerite Yourcenar (Mishima ou la Vision du vide, 1981). A Haruki Murakami, en cambio, lo más intenso que le tiene que haber sucedido en su vida es haberse hecho un esguince entrenando para uno de esos maratones que corre…

Y por lo que a este blog respecta, recordaremos la titánica envergadura literaria de Mishima con Patriotismo (1960), el relato que ya anunciaba su delirante obsesión por el suicidio ritual del seppuku, inquietud que volvería a manifestarse años después en su novela Caballos desbocados (1969), perteneciente a su tetralogía El mar de la fertilidad. En España y en castellano, Patriotismo forma parte de una antología de relatos mishimianos que Ediciones Siruela publicó bajo el título de La perla y otros cuentos. En ella se nos sirven en bandeja y en moderadas dosis para los no iniciados en Mishima las razones que convierten al escritor japonés en un autor fundamental en las letras universales del siglo pasado. No es escritor de una sola obra, de esos que repiten hasta la saciedad los mismos motivos y los mismos clichés en todos sus trabajos. Muy al contrario, Mishima hace alarde de riqueza en el lenguaje, de imaginación desbordante, de sutilezas poéticas, de diversidad temática sin abandonar lo que es una línea estilística personal. En La perla y otros cuentos se recogen varias muestras del Mishima más brutal y contundente, sazonado en adecuado equilibrio con el Mishima más lírico y verbalmente refinado. Antes de la lectura de esta antología, de Mishima solo había leído novelas. Era la primera vez que me aventuraba en el universo mishimiano en formato de relato breve y entonces, tras la lectura de este libro, viendo la maestría del autor en el manejo de las distancias cortas literarias, me arrepentí de no haberme iniciado antes en ese apartado de la bibliografía del que es mucho más que un puro novelista.

Pero volvamos a centrarnos en Patriotismo, que es el cuento que ha dado motivo a la apertura de esta entrada en la bitácora, sin perjuicio de que en el futuro le dedique un nuevo artículo al resto de relatos que pueblan las páginas del libro. Como ya dije anteriormente, Patriotismo revela la fascinación estética y espiritual que el seppuku despertaba en Yukio Mishima, al igual que años después la exhibiera de una forma mucho más extensa en su novela Caballos desbocados, novela que a día de hoy sigue siendo mi favorita de Mishima y una de mis predilectas de toda la literatura japonesa. Sin embargo, quizás precisamente por su naturaleza de relato breve, que ha de perseguir una precisión y concisión en el lenguaje de los que la novela en ocasiones puede prescindir, Patriotismo desborda delirio e intensidad a niveles que no consiguió alcanzar en Caballos desbocados para mi gusto. Rara vez leeremos una mejor descripción de los protocolos de un seppuku y de lo que ronda por la cabeza del suicida antes y durante la escabechina a le que se ve autosometido. Pero es que la literatura mundial tampoco nos brindará una mejor ocasión para leer una más diáfana y envolvente descripción de un polvo, de esos que podríamos llamar “de campeonato”. No me extraña que Haruki Murakami le tenga tanta manía a Mishima. Es que realmente lo que debe de tener es una envidia que no se sostiene de pie, porque allá donde Murakami ve un polvo y ya está, Mishima ve arte, poesía, plasticidad, dinamismo, furor, pasión, derroche verbal y adjetival, y todo al servicio de ofrecer fidedignamente al lector la estremecedora y agónica sensación de que “ese es el último polvo que los protagonistas van a echar en sus vidas”… Murakami piensa en polvos; Mishima edifica literatura. Y por eso hay que leer Patriotismo, digan lo que digan los ideólogos de marras sobre los contenidos y valoraciones políticas del relato en relación al hecho histórico que da pie a la historia, que es el intento fallido de golpe de Estado en febrero de 1936 por parte de un grupo de militares japoneses, entre los que se encontraba el protagonista del cuento, que se ve en la dicotomía de tener que ofrecer fidelidad a sus compañeros golpistas o al emperador, y ello le lleva al suicidio y sus amenos prolegómenos anteriormente descritos, y que son los que realmente nos interesan a los incondicionales de Mishima y los que crearán afición entre los nos iniciados en este autor.

Para concluir, añadiré, por si algún lector no lo sabe, que el propio Mishima dirigió y protagonizó en 1966 un cortometraje basado en esta historia.




No desmerece el relato, con el añadido del sugerente blanco y negro empleado y la estética de teatro Nô al que Mishima era tan aficionado hasta el punto de que también fue autor de este género dramático tradicional nipón y supo dotarle de una pátina de modernidad que convierte a sus piezas en doblemente atractivas para el lector de hoy.

Mishima te podrá gustar o no; lo que es evidente es que te estás perdiendo algo si por prejuicios ideológicos te obcecas en no leerlo. Abre tu mente.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

"El Mahabharata"


Ya sé que, al leer este libro, no he leído el Mahabharata. Ya sé que el Mahabharata es uno de los poemas más extensos del mundo, y que sus más de 300.000 versos no cabrían en las poco menos de 400 páginas que integran esta versión en español publicada por Ediciones Sígueme, que para colmo no es una traducción directa del sánscrito, sino que es la traducción de un texto en francés escrito por Serge Demetrian, autor de esta versión del Mahabharata que elaboró a partir de testimonios orales que él mismo fue recogiendo en la India, según nos cuenta en el prólogo, como también nos advierte de que lo que vamos a leer no es sino una versión abreviada de la epopeya india en la que se limita a recoger las partes del poema que abordan los cruentos a la par que fantásticos y sobrehumanos combates que libraron los Kaurava y los Pandava, dos ramas de la misma familia, por tratar de ocupar el Trono de la Dinastía Lunar. En definitiva, una historia de hermanos que se “quieren” como hermanos a la hora de cobrar una herencia; nada que le pueda sorprender a una mujer u hombre del siglo XXI pese a que se lo cuente una leyenda cuyos orígenes estarían en un conflicto real acontecido en la India del siglo XIV a. de C. Y es que, a lo largo de tres milenios y medio, pocos cambios se perciben en la humanidad más allá de lo puramente tecnológico. La estupidez, en cambio, permanece ahí, supongo que debido a ese sorprendente apego que solemos tener a toda esa costra de sinsentidos que nos cubre y que reconocemos bajo el común denominador de “tradición”. Y la guerra, claro está, forma parte de esas inmarcesibles tradiciones, que además se nos antoja bonita, estética: ¡Hay que ver la cantidad ingente de buena literatura que ha generado un hecho tan primario y sencillo como es cargarse al vecino por el mero hecho de que ondeaba otra bandera, hablaba otro idioma o, lo que es mucho más frecuente tratándose de guerras, porque uno se quería apandar de lo que era del otro y viceversa!
 
Es evidente que el Mahabharata a día de hoy cobra una vigencia extra, una carga de actualidad añadida a la que ya de por sí ha tenido a lo largo de los tiempos. Sí, porque vivimos tiempos en que algunos políticos recurren a la literatura épica clásica, pero sobre todo a la fantástica contemporánea, para explicar situaciones de la política actual, para intentar resultar didácticos (aunque no lo suelen conseguir) a la hora de hablar sobre la naturaleza del poder y la lucha por el mismo. Y lo cierto es que, incluso fracasando en sus conatos de explicación, la suya me parece una pedagogía de lo más acertada, de verdad.
 
Me pregunto si en España existe algún político que haya hecho uso del Mahabharata para hacer didáctica del poder. Es más, me pregunto si algún político español ha leído siquiera el Mahabharata; y a veces esos políticos hasta hacen que me pregunte si muchos de ellos acaso alguna vez han leído algo, lo que sea, incluso cuando dicen que leen. Ellos se lo pierden si no lo leyeron, porque en el Mahabharata se dan cita todos los valores que uno necesita conocer para orientarse bien en el mundo de la política (quizás en el mundo, en general) y, a su vez, para que esos políticos no nos timen a nosotros: conocer textos como el Mahabharata es ir un paso (o más de uno) por delante de ellos. Por sus páginas van desfilando asuntos contrapuestos y omnipresentes a la vez, tales como la vida y la muerte, la virtud y el destino, la fuerza y el derecho (el dharma o justicia moral a la que constantemente apelan los personajes del libro, más o menos como cuando un político español de hoy apela “a la transparencia o a la constitucionalidad de las actuaciones…”).
 
Y al margen de ese aspecto pedagógico, contamos con la tensión que ofrece ese duelo bélico entre los Kaurava y los Pandava. Sin embargo, el lector pronto se da cuenta de que el autor o autores del poema cuentan con un bando favorito y además no se trata de un duelo de igual a igual como uno podría llegar a pensar antes de emprender la lectura. Los Pandava son el partido que goza del favor del bardo, pero también por las instancias supremas de la época y el lugar, ya que Krishna, nada más y nada menos, está de su parte. Hay favoritismos, pues. Hay maniqueísmo. Hay buenos muy buenos y malos muy malos. Nada que reprochar en ese sentido a los creadores anónimos del poema, pues la épica siempre ha tendido a ensalzar unos colores y demonizar otros. Incluso se podría decir que en ocasiones esa es su finalidad. Están, por tanto, dentro de lo que se consideraría normal. Además, si se para el lector a pensar, en esto también encontrará su buena dosis de pedagogía, ya que no hay discurso político actual que no incurra en esa infame división dual del mundo en buenos (nosotros) y malos (ellos). Y es que, incluso perteneciendo a la misma casta (palabra que en el lenguaje político actual ha encontrado su acomodo), como sucede con los Kaurava y los Pandava, que son miembros de la casta de los kshatriya (la casta de los reyes y guerreros), como no dispongas de los medios adecuados para la victoria (ya quisieran contar los ejércitos de hoy con el fabuloso e infalible armamento que se describe en algunas de las escaramuzas militares del Mahabharata), o no cuentes con el beneplácito de quien ha de ofrecerte el apoyo decisivo e insoslayable para alcanzar tu meta (y que cada uno imagine quién sería ese Krishna del siglo XXI confesor de impagables favores, gracias y virtudes), no hay nada que hacer. La conclusión sería que, incluso siendo todos de la misma casta, unos son más casta que otros. Pero no se lo reprochen a los autores del Mahabharata: es simplemente lo que hay. Gran lectura.

 

martes, 1 de septiembre de 2015

"Diario de un viejo loco", de Junichirô Tanizaki



Tanizaki en su más puro estado. Diario de un viejo loco es una de las últimas obras de este autor japonés, escrita a comienzos de los años sesenta, poco antes de su muerte, que tuvo lugar en 1965. La historia es contada a modo de diario, siendo el protagonista un jubilado de setenta y tantos años. Sabiendo esto, a un lector español le puede resultar inevitable recordar las novelas que Miguel Delibes escribía con protagonistas de similar edad, como La hoja roja y Diario de un jubilado, pero las semejanzas no van más allá de ese superficial parecido. El abuelo de Tanizaki poco tiene que ver con aquellos abuelos de provincias recatados y agónicamente preocupados con la inminencia de la muerte que nos retrataba Delibes. El abuelo de Tanizaki, que se llama Utsugi, es un personaje puramente tanizakiano, con las obsesiones tan características de los protagonistas varones de las novelas de este autor japonés. Utsugi no es un jubilado japonés al uso, de esos que se entretienen cuidando de su jardín o de su perro, o que de vez en cuando juegan al golf o limpian los parques de su barrio en calidad de voluntarios. Nada de eso. Nuestro jubilado vive obsesionado con su nuera, Satsuko, que se aprovecha de la situación y le saca al abuelete todo lo que puede y más. Y, cómo no, de esta manera Satsuko viene a engrosar la amplia legión de mujeres fatales y dispensadoras de los más refinados placeres fetichistas o de dominación que tan magistralmente supo retratar Tanizaki a lo largo de su obra literaria. Cabe añadir que Utsugi está muy malito de la salud, que tiene los días contados, y que además es plenamente consciente de ello. Sin embargo, o precisamente por ello, no parece darle muy poca importancia al asunto, como tampoco se la da a las consecuencias que su relación con Satsuko pueda tener en su entorno familiar, como de hecho las acaba teniendo.

El formato de diario, aunque es un formato que a mí nunca me ha convencido demasiado para una novela, por lo limitado y rígido que resulta como estrategia narrativa, Tanizaki lo maneja bien en esta obra y consigue crear tensión en el lector, como por ejemplo cuando la crónica de un día anuncia algo para los días siguientes y nos anima a seguir leyendo.

Dirán ustedes que últimamente me pongo muy pesado con la obra de Tanizaki, que parece que no hay otra en la literatura japonesa, pero es que cuando un autor consigue que la lectura de sus libros me envuelva hasta el punto de leerlos de un tirón y generalmente en el transcurso de un día, sin tener que recurrir a lecturas paralelas para oxigenar las partes dañadas del cerebro, merece todos mis respetos y cuantas entradas sean necesarias en este blog.

 

sábado, 29 de agosto de 2015

"El cuento de un hombre ciego", de Junichirô Tanizaki

 
A mí, cuando un autor al que frecuento suele salirse de lo que es su línea literaria habitual, la reacción que me provoca por lo general es grata, porque lejos de decepcionarme por no ofrecerme un poco más de lo mismo (que sería lo deseable para un fan, pero no para un lector), me asombro ante la versatilidad de quien ya se ha ganado mi admiración y su desbordante capacidad para darle una vuelta más a la tuerca de su creatividad, a su repertorio temático y a su universo literario.
 
Así me he sentido yo al leer El cuento de un hombre ciego (1931), de Junichirô Tanizaki (1886-1965). Es posible que para muchos de los lectores que frecuentan la obra de este escritor, pueda resultar algo sospechoso (“¿Pero de verdad esto es de Tanizaki?”) que en ciento veintitantas páginas de novela corta, Tanizaki no haga ni la más mínima concesión a ninguno de sus temas capitales, como son el de la mujer dominante o el fetichismo de pies u otras curiosas filias. Cierto es que, como bien advierte la contraportada de la edición que manejo (primera edición, de 2010, de la colección Libros del Tiempo de Ediciones Siruela: como es norma en ellos, se trata de una edición cuidada y elegante, se diría aristocrática, de esas que pueden impulsar al lector a caer en otro tipo de fetichismo, que es el de los libros en papel hechos con más amor a los libros en sí que a los beneficios económicos que estos puedan reportar), se aborda la cuestión de la devoción ciega, tema que Tanizaki borda poco tiempo después con la publicación de Retrato de Shunkin (1933), pero lo borda precisamente por entroncarlo por aquella relación de dominio-sumisión que se establece entre la acomodada Shunkin y su fiel criado Sasuke, lo que ya constituye un asunto plenamente tanizakiano: recordemos que Sasuke es capaz de llegar a la automutilación para satisfacer a su señora, pero también como gesto de amor... En El cuento de un hombre ciego la cosa no llega tan lejos y la relación entre ama (la baronesa Oichi) y criado (el masajista ciego que narra la historia años después de lo sucedido) es mucho más prosaica. No parece que lo suyo llegue en algún momento a ser amor, sino una simple relación entre la señora de una gran familia feudal japonesa de finales del siglo XVI y el masajista que atendía las dolencias de aquella mujer, cubierta por el halo de extrema fidelidad que envolvía todas las relaciones humanas en aquella sociedad y durante aquellos años. Sería devoción ciega la actitud que adopta nuestro (y valga la redundancia) invidente héroe, pero tal devoción no entra dentro de la salvaje y radical excepcionalidad de Retrato de Shunkin, sino que entra en algo mucho más ordinario como es la voluntad de servicio.
 
Ordinario, pero no ordinariez. Tanizaki se sale de lo que es habitual en él, pero demuestra que cuando toca navegar por aguas menos frecuentadas, no solo no pierde el norte, sino que incluso es capaz de fondear en los mejores puertos. El resultado es una vibrante novela histórica como pocas he leído sobre las cruentas guerras civiles que azotaron Japón a finales del siglo XVI e inicios del siglo XVII, y hay publicadas unas cuantas sobre ese asunto. Se observa un esfuerzo de Tanizaki por ofrecer al lector fidelidad ante los hechos históricos, pero ello no es óbice para que la ficción, representada en la novela mediante la figura del masajista ciego narrador y el universo de su privacidad, conceda el punto de belleza estilística necesaria para enganchar al lector y le imprima a la historia un punto de emotividad que convierten a este trabajo de Tanizaki en uno de los más logrados de su carrera (al menos de lo que llevo leído de su nutrida bibliografía). Yo creo que gustaría incluso a quienes no han conseguido apreciar o valorar en su justa medida la obra de Tanizaki: si yo fuera uno de ellos, me atrevería a leer esta novela, porque merecería la pena.
 

miércoles, 26 de agosto de 2015

"La pandilla de Asakusa", de Yasunari Kawabata


Ha sido un placer descubrir al Kawabata que todavía no era lo que después llegó a ser. Aquí no nos encontramos con el Kawabata profundo y sentimental de Mil grullas o País de nieve, sino que descubrimos la esencia de un joven Kawabata más próximo a los temas de Tanizaki que los del propio Kawabata. A pesar de todo, La pandilla de Asakusa (1930) no es una obra tan ajena a su autor como se podría creer al leer este párrafo. Todo lo contrario, en esta novela ya se pueden degustar temas tan kawabatianos como el erotismo alternativo y algo delicatesen, pese a darse en los bajos fondos de la ciudad: pero esas prostitutas drogadas para “trabajar” dormidas frente a sus clientes, y que Kawabata hizo populares en La casa de las bellas durmientes, ya habían sido presentadas en sociedad años atrás en La pandilla de Asakusa.

Y hay otro tema más, de los habituales en Kawabata, que debuta en La pandilla de Asakusa, y además de qué manera: me refiero al de la venganza amorosa, con la enigmática figura de Yumiko como representante. Yumiko, una chica ruda y perdida, como no podía ser de otro modo tratándose de una habitante de la golfa Asakusa de entreguerras (nada que ver con esa “turistada” de postal, mediocre, y comercial que es la Asakusa de hoy), aplica una venganza tan original como cruel a un hombre que en el pasado no se había portado bien con otra chavala.

Y, más allá de la tal Yumiko, el repaso que a toda “la pandilla de Asakusa” hace el estudiante narrador de la novela (alter ego de Kawabata), permite conocer al lector el amplio abanico de picaresca, delincuencia y vicio que manchaba y a la vez daba lustre a aquella Asakusa ya definitivamente perdida. O sea, valor literario y documental en esta joya del primer Kawabata.

De este edición de Seix Barral (2007 en Argentina, 2014 en España), lo mejor es el hecho de la edición en sí, ya que permite al lector hispanohablante conocer un trabajo de Kawabata que hasta ahora nos estaba vedado (lo de siempre: los lectores hispanohablantes somos esas señoras y esos señores que tenemos que esperar décadas, cuando no siglos, para poder leer lo que verdaderamente merece la pena del resto de la humanidad en cuanto a literatura se refiere). Lo malo, como suele ser frecuente en Seix Barral cuando se anima a publicar obras de autores japoneses, es que no las traduce directamente del japonés. Pero como no hay mal que por bien no venga, en esta ocasión no les ha salido la jugada demasiado mal, porque al haber hecho la traducción al español a partir de la traducción inglesa de Donald Richie, disponemos de un prefacio y un epílogo escritos por este buen conocedor de la cultura nipona y que resultan altamente enriquecedores y esclarecedores sobre el sentido de la obra, que incluyen datos tan interesantes como la entrevista que Kawabata y Richie mantuvieron en 1947 en la misma Asakusa, entonces arrasada por los bombardeos yanquis de la Segunda Guerra Mundial.

Original y provocadora, poética y documental: se lea desde la óptica que se lea, La pandilla de Asakusa no nos defraudará.

viernes, 21 de agosto de 2015

"Piercing", de Ryu Murakami


Leer a Ryu Murakami es siempre una garantía de acceso a las claves para entender el Japón de hoy y asumir sin concesiones de ningún tipo todas sus dobleces, su umbrío reverso, su tan poco escuchada cara B. Su mierda, en definitiva.

Piercing (1994) tiene la magia de presentarnos la inminencia de una tragedia que, sin embargo, no se va a producir o, mejor dicho, que se va a producir pero no de la manera en que parece que se va a producir, ni con la víctima que creemos que va a ser víctima. A las pocas páginas de iniciar la lectura caemos en el error y, a partir de ese momento, se inicia un carrusel de inesperados giros en la trama y se abre un universo de horror, sin estridencias, con la elegancia de la violencia contenida y entendida por el autor como medio para contarnos algo más trascendente, no como fin.


Podría extenderme más en todos estos elementos benefactores tan habituales en el arte narrativo de Ryu Murakami, pero no creo que merezca la pena: disfruten con las escalofriantes contradicciones de Japón usando Piercing de guía.

viernes, 31 de julio de 2015

"Hombres sin mujeres", de Haruki Murakami



A Haruki Murakami se le nota más el plumero en la narrativa breve. Es descorazonador volver a leer en reducido y por enésima vez todos sus tópicos literarios y sus trilladísimos temas, multiplicados por siete en sendos relatos que delatan el avanzado proceso de desertización en que se halla inmerso el territorio creativo del autor.

Parece ser que a Carlos Zanón le encantó este libro, según se desprende de la lectura de su reseña. Me alegro por él. Yo lo que he visto es un regreso a lo ya visto, un sembrar la misma semilla para recoger el mismo fruto, un “llueve sobre mojado”, una raya en el agua, una de arena y otra de arena. Y una obsesión enfermiza de Murakami por tratar de ser como ciertos maestros de la literatura que él nunca será, en vez de tratar de ser él mismo, de ser Murakami, que es lo que consiguió en sus primeras novelas, en la era “pre-Norwegian Word”. Pero no; a lo largo del libro solo detectamos pretenciosos intentos de emular, bajo la falsa modestia de un homenaje, a muchos de esos ídolos literarios que tan a menudo cita Murakami en sus obras, en buena parte de las ocasiones sin ton ni son, pero siempre en su provecho, porque sabe que a sus fans les encanta esa presunta erudición, así que para qué no darles ese gusto: el cliente siempre tiene razón.

De todas las tomaduras de pelo que nutren esta colección de relatos, la titulada Samsa enamorado sin duda que ofrece dotes de liderazgo. Ya sabemos todos lo mucho que a Murakami le encanta ir de kafkiano, pero es que en Samsa enamorado ha cruzado la delgada línea que separa el acertado homenaje al escritor admirado del más grotesco de los esperpentos. La idea de imaginarse una metamorfosis kafkiana a la inversa, es decir, un bicho que se transforma en el Samsa humano y se ve extraño en su nuevo papel, puede resultar simpática y hasta plausible en un taller literario de centro cultural de barrio; puede resultar bienvenida como saludable ejercicio de escritores novatos para irse afianzando en el arte de hilvanar palabras. Pero en un “profesional” como Murakami el experimento suena a chiste, si no a herejía.

Aun bajo tan descorazonador panorama, ¿se podría indultar alguno de estos siete relatos, cual ninot fallero? Se podría. Y vamos a conceder tan honroso beneficio a Un órgano independiente, una emotiva y escalofriante historia de amores que matan, con ecos (esta vez sinceros y nada pretenciosos) de Edgar Alan Poe, Stefan Zweig, incluso de Junichiro Tanizaki, tratados y mezclados en una coctelera murakamiana que esta vez sí resulta fresca y original, y conducidos por una de esas voces narrativas tan literariamente resultonas que navegan entre las aguas de la objetividad y la subjetividad, entre la primera y la tercera persona, como son las personas que aseguran conocer bien al protagonista de la historia. Lo reconozco, con este relato disfruté. Al César lo que es del César, y a Murakami lo que es de Murakami.

Deseosos estamos de leer su nuevo trabajo…

jueves, 30 de abril de 2015

"Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura", de Kenzaburo Oé


 No es nada fácil escribir sobre la locura o sobre las minusvalías psíquicas metiéndose a través de los personajes de un relato en la piel de locos o minusválidos psíquicos, conque la empresa resulta mucho más meritoria si se hace por triplicado y en un solo libro. Y eso es lo que pretende y consigue Kenzaburo Ōe en Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura (1966).
 
Ya le tenía ganas yo a este libro, que estaba agotado en librerías, ausente en las bibliotecas que yo puedo consultar y parcialmente “pirateable” en Internet (se puede descargar por ahí, pero solo el primero de los relatos que forman la trilogía, el que da título al volumen); pero felizmente rescatable de librerías de viejo, como pude comprobar en una reciente visita a Madrid.
 
Me ha parecido un libro muy recomendable para quienes deseen iniciarse en la obra de Kenzaburo Ōe y busquen algo representativo de su quehacer literario y que a la vez sea asequible. Sobre todo en el primero (Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura) y en el último (El día que él se digne enjugar mis lágrimas) de los tres relatos que configuran este volumen, podemos detectar de manera sintetizada pero evidente las principales preocupaciones temáticas que ocuparán buena parte de sus obras fundamentales, como el trauma autobiográfico del padre que sufre por tener un hijo con una deficiencia mental, tema abordado por primera vez en Una cuestión personal (1964), y que vuelve a tratar posteriormente en El grito silencioso (1967) y en ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! (1983); o la ridiculización de valores como el patriotismo, sobre todo al hilo de lo experimentado en ese sentido en Japón durante la Segunda Guerra Mundial

Sin embargo, quiero hacer una mención especial al segundo de los relatos de este libro, titulado Agüí, el monstruo del cielo. De los tres cuentos del libro, éste fue el que mejor impresión me causó, quizás porque me pareció más original que los otros dos en cuanto a temática; nos muestra a otro Ōe, más desvinculado de sus preocupaciones habituales sobre la figura del retrasado o sobre el fanatismo nacionalista e imperialista del Japón en guerra. En Agüí, el monstruo del cielo se perfila una relación dual, similar a las relaciones paterno-filiales de los otros relatos, pero que ahora se traza a través de un enfermo mental y su cuidador, que nos lo cuenta en primera persona. Aquí aflora otro Ōe con tintes de realismo mágico, pero de un realismo mágico que juguetea no tanto con la ambigüedad entre sueño y realidad, sino entre la dimensión de la cordura y la de la locura, y la delgada línea que las separa, en el supuesto de que tal línea haya sido realmente trazada.
 
En definitiva, una deliciosa trilogía narrativa; tres exponentes modestos (quizás) y poco conocidos del mejor Ōe. Mereció la pena la larga espera para poder leerlos.
 

martes, 31 de marzo de 2015

"Sueños de bióxido de manganeso", de Junichiro Tanizaki


Sólo entenderás al final del relato, y no sabes bien de qué manera, el porqué de ese enigmático y futurista título, que parece más propio de una obra de Yasutaka Tsutsui que de Junichiro Tanizaki. Este relato, escrito en 1955, el segundo de los que integran el volumen Dos miradas malévolas, del que empecé a hablar hace algunos días al comentar el primero de sus cuentos, resulta desproporcionado en todos los sentidos, y eso es precisamente lo que le hace ser enormemente atractivo tras su lectura. Puede que no logres captar el hilo argumental (si es que tiene alguno), o que no consigas vislumbrar lo que Tanizaki se proponía cuando lo escribió (si es que se proponía algo), porque lo que parecía que iba a ser un anodino relato costumbrista, de matrimonio de provincias que se va de excursión a Tokio para disfrutar de los encantos de la capital, acaba desembocando en un desbarre donde se amalgama bajo una atmósfera de fina ironía lo onírico con lo escatológico. Aquí reaparece uno de los emblemas del pensamiento estético tanizakiano: la letrina como factor diferenciador entre la cultura japonesa y la occidental; ese tema que tan bien supo tratar Tanizaki en El elogio de la sombra, al conceder a la letrina occidental un rasgo de luminosidad, frente a la oscuridad dominante en la letrina nipona. Será precisamente esa luminosidad de la taza de su váter occidental la que “ilumine” al protagonista del relato a la hora de ponerse a cagar, y ya no revelo más detalles… Hay que leerlo, y disfrutar con la recuperación de nuestra capacidad para sorprendernos, esa que últimamente parece que todos hemos perdido, en un tiempo donde parece que ya nada nos resulta excepcional ni lo suficientemente inédito como para hacernos bajar la mandíbula inferior o tensar bien los párpados. Leyendo este relato tendrás posibilidades de recuperar el placer de la sorpresa.


Tan solo he echado de menos una traducción más depurada y con menos errores. Al margen de lo torpe o lo hábil que se pueda mostrar el traductor, lo cierto es que traducir desde el inglés una obra literaria nipona en vez de hacerlo directamente de japonés nunca será una buena idea.

martes, 24 de marzo de 2015

"La historia del señor Colinazul", de Junichiro Tanizaki


Poco a poco se van aportando granitos de arena en aras de hacerle justicia a Junichiro Tanizaki (1886-1965) en el mercado hispanohablante del libro. Aun así, su obra, una de las más originales que han dado las letras niponas contemporáneas, sigue gozando de menos presencia de la deseada en las librerías de España y Latinoamérica. Si hoy podemos acceder a la flor y nata de la obra tanizakiana, sin duda que básicamente se ha debido a la dignísima labor que llevan a cabo los de la editorial Siruela desde hace ya años. Sin embargo, no menos gratas son las sorpresas que me suelen proporcionar esas pequeñas y valientes editoriales que se lanzan a publicar modestas ediciones de algunos de los muchos breves relatos que Tanizaki escribió y que reflejan con alma de boceto, pero con la misma pasión y fino sentido de la estética que su obra mayor, los temas y obsesiones que configuran el particular imaginario de este elegante narrador.

En esta ocasión, la joyita procede de una para mí hasta ahora desconocida Editorial Psicoanalítica de la Letra, con sede en México, y que en 2002 tuvo a bien publicar en su colección Textos de me cayó el veinte dos cuentos de Tanizaki, de dos épocas muy distintas de su actividad creadora, pero con todos esos aspectos envolventes y apasionantes de su pluma y ninguno de los aspectos “desechables” o menos atractivos. En definitiva, dos trabajos que te harán feliz si ya conociste la felicidad leyendo a Tanizaki. Y si no la conociste aún, ya hay algo que tienes que hacer antes de palmarla.

La historia del señor Colinazul (1926) es el primero de esos dos relatos. Se puede saber que es de Tanizaki sin que te digan que lo ha escrito él: los dos grandes temas que sobresalían en la obra tanizakiana de los años veinte se dejan ver con total nitidez, sin ningún tipo de ambages: por una parte su preocupación por la paulatina incorporación de elementos culturales occidentales en Japón, aunque no exenta de cierta admiración hacia lo americano (no tanto en el caso del propio Tanizaki, sino de sus personajes, espejo de lo que había en el Japón de aquel entonces); y por otra parte la obsesión fetichista hacia la belleza de la mujer o, mejor dicho, hacia determinadas partes de la anatomía de la mujer. Esos dos asuntos se ven reflejados de una manera casi existencial en la figura del singular personaje con el que el protagonista, un director de cine llamado Nakada, casado con la actriz principal de sus películas, se topa por azar en un restaurante de Kioto. Insisto: Tanizaki muestra (aunque quizás sería mejor decir que caricaturiza o ridiculiza) una clara apreciación hacia lo occidental por parte de muchos japoneses de aquella época. Se ve cuando el personaje del restaurante comenta “La mayoría de los directores japoneses están muy atados a un estúpido sentimentalismo”, o “¡A quién le importa si sus películas son copias de Hollywood cuando son entretenidas!”. Pero el discurso comparativo entre Japón y América alcanza su cenit cuando el personaje del restaurante sienta cátedra ante el director Nakada sobre las peculiaridades anatómicas de la mujer japonesa y la occidental poniendo como ejemplo a Yurako, la actriz y esposa del cineasta. Ya sabemos que en esta época Tanizaki empieza a tomar conciencia de los grandes valores que la cultura tradicional japonesa tiene, pero la huella de autores occidentales como Edgar Allan Poe sigue resultando bastante evidente en cuanto a que es un relato donde tienen cabida a grandes dosis tanto la sorpresa y la tensión como lo canallesco.

Os aseguro que no os dejará indiferente. Los usos y costumbres de ciertos obsesos sexuales y de los fans de las grandes estrellas cinematográficas de la época, de ser cierto lo que nos describe Tanizaki, son para alucinar…

En unos días comentaré Sueños de bióxido de manganeso (1955), el segundo de los relatos que integran estas Dos miradas malévolas.

viernes, 20 de marzo de 2015

"Underground", de Haruki Murakami



Lo diré cuantas veces hagan falta y aun a riesgo de que por ello se me desee un doloroso y lento proceso de castración: el mundo ha perdido a un excelente ensayista y periodista simplemente porque a ese potencial ensayista y periodista se le ocurrió la nada brillante idea de ponerse a escribir tomaduras de pelo noveladas, y por ello tuvo la fortuna y a la vez la desgracia de que a bastante gente le gustaron. Digo que tuvo la fortuna porque gracias a eso se forró; pero digo que tuvo la desgracia porque con ello se malogró lo que podía haber sido una brillante carrera ensayística y periodística. A los hechos me remito (pinchando aquí tenéis un ejemplo más de lo que digo).

Véase la fecha de hoy: nos encontramos a 20 de marzo de 2015. Es triste tener que recordar que tal día como hoy, pero de hace 20 años, Tokio se vio azotada por la barbarie terrorista. Aquel 20 de marzo de 1995, una de esas sectas donde pululan cerebros agilipollados capaces de lo que no cabe en el seno de ninguna masa encefálica en condiciones adecuadas de funcionamiento, decidió atacar en hora punta una serie de convoyes del metro de Tokio, haciendo para ello uso de unas bolsas que contenían un gas letal llamado sarín. Mediante las puntas afiladas de unos paraguas, los terroristas reventaron aquellas bolsas dentro de varios vagones del metro, reventando también con ello la vida, la salud y las ilusiones de cientos de personas.

A este libro le veo un montón de méritos que no consigo ver en los trabajos de ficción de Murakami: primero, la enorme tarea que debió suponer al autor dar con las víctimas de los atentados, acceder a ellas y obtener su permiso para publicar sus declaraciones… Poco que ver con el poco rigor documental que normalmente Murakami se exige de sí mismo en sus novelas, donde básicamente usa recursos culturales y eruditos al azar y sin motivo aparente: por ejemplo, le apetece hablar de una novela de Dovstoievski aunque no venga a cuento y lo hace, como podría hacer lo mismo si lo que le satisface en otro momento de la obra es comentarnos la calidad de un disco de Beethoven de la Deutsche Grammophon; todo para que los lectores veamos lo culto y lo “requetelisto” que es. Supongo que en Underground, por razones obvias, no se pudo permitir tales frivolidades y prescindió de ellas, para mayor gloria del resultado final. Otro aspecto muy favorable que se aprecia en Underground es que los comentarios de Murakami se reducen al mínimo, no resultan manipuladores ni interfieren en la intervención de los entrevistados; todo lo contrario, están para aclarar aspectos confusos o complementar cuestiones que no hayan quedado suficientemente dilucidadas. Digamos que Murakami deja al lector trabajar, le permite acceder a las declaraciones de las víctimas en el mayor posible de pureza, sin filtros perturbadores. Por ejemplo, fruto de esa concesión a la capacidad deductiva del lector, Murakami en ningún momento se para a comentar o comparar las diferencias de percepción de las víctimas en algunos aspectos cruciales de aquellos atentados. En ese sentido, me ha llamado poderosamente la atención las descripciones tan radicalmente diferentes que ofrecen los entrevistados sobre el olor del gas sarín, que van desde los que lo definen como “un aroma a sirope de pastelería”, hasta los que lo recuerdan como “olor a disolvente”, o “dulzón”, o incluso “a animal muerto”… Ya le entra al lector cierto morbo masoquista y ganas de descubrir el verdadero aroma del sarín inhalándolo por sí mismo. Humor negro aparte (pido perdón si a alguien no le ha gustado la frase anterior), el corpus de entrevistas te hace reflexionar sobre lo selectiva que es la memoria, más aún si cabe ante una situación tan dramáticamente singular como la que tuvieron que vivir y de la que, con secuelas de distinta índole, sobrevivieron.


Y uno, que acaba siempre viendo las cosas en clave española por aquello de que es español, se pregunta si en España hubiera sido posible un libro como Underground; es decir, si uno de nuestros más prestigiosos intelectuales, de esos que ganan premios Cervantes y “principesdeasturias”, y cuyos nombres se barajan cada año en las apuestas sobre ganadores del premio Nobel, se hubiera prestado a hacer la tamaña labor periodística consistente en dar con todas las víctimas de ETA (pongamos por caso) o del 11-M (por poner un ejemplo), y conseguir el suficiente grado de empatía con las mismas para que la mayoría de ellas accedieran a ser entrevistadas y hablasen con total naturalidad sobre su tragedia, y que de todo ello surgiera como resultado un trabajo donde predominara la comprensión profunda de los hechos sobre el lamento estéril, o la objetividad periodística sobre la demagogia ideológica, o el triunfo de la esperanza y el futuro sobre la resentida mirada hacia el pasado… Y entonces uno llega a la conclusión de que trabajos como Underground, de ser escritos en España, entrarían dentro del género de la ciencia-ficción. Razón de más para, en esta ocasión, y sin que sirva de precedente, quitarse el sombrero ante Murakami.

lunes, 16 de febrero de 2015

"El expreso de Tokio", de Seicho Matsumoto


Soy amigo de dejar mal parada a la literatura negra japonesa. Casi siempre me ha parecido algo ñoña y poco creíble para lo que en occidente entendemos por lo que es una buena novela criminal (la excepción occidental serían los autores escandinavos, con Stieg Larsson a la cabeza, que también hay que echarles de comer aparte). La lectura de El expreso de Tokio me ha permitido descubrir que había otra literatura negra japonesa, de la buena, de la que puede resultar sofisticada, pero sin sacrificar con ello la veracidad ni la credibilidad. Pero claro, esto se ve que llama poco la atención a los editores en lengua española, porque resulta bastante doloroso que de Seicho Matsumoto (1909-1992), alguien a quien podríamos considerar como un padre para la novela negra japonesa (una especie de Vázquez Montalbán nipón) no haya sido traducido a nuestro idioma hasta el año pasado, 22 años después de la muerte de Matsumoto, cuando Libros del Asteroide se animó por fin a publicar el libro que nos ocupa. Que no decaiga el ánimo, amigos del Asteroide: ¡Queremos más Seicho Matsumoto!

Vale que el perfil de El expreso de Tokio no encaja del todo en eso que solemos entender como novela negra. Poco sabemos de la vida privada del subinspector Mihara, el hombre encargado de averiguar quién mató a una atípica pareja (aunque quizás no fuera tan atípica para la época y la sociedad en que se ambienta la novela: el sombrío Japón de la posguerra) formada por un funcionario y una camarera cuyos cadáveres aparecen en una playa de la isla de Kyushu, si es que acaso alguien los mató, porque todo parece indicar que se trata de un doble suicidio por causas sentimentales. Pues sí, el libro no nos habla mucho del perfil humano de Mihara; de si bebe como un cosaco, o si fuma como una central térmica, o si se folla a todas las agentes de policía que se hallan bajo su mando (si es que acaso había mujeres policía en el Japón de los años cuarenta, cosa que ignoro). Pero es que ni puñetera falta hace que nos lo cuenten, la verdad. ¿Por qué nos empeñamos en considerar que una novela negra solo es buena cuando el representante de la ley es más corrupto que la trama Gürtel y su vida tiene más baches que una carretera local en la España de hace treinta años? A medida que uno va leyendo los capítulos de El expreso de Tokio, cada vez va sintiendo menos necesidad de que Matsumoto se ponga a contarnos eso. En cambio, nos vemos envueltos por una trama de una lógica aplastante, por unos datos precisos, matemáticos, en ocasiones más dignos de un estudio de aritmética que de un caso de criminalística. Uno puede llegar a alucinar al final de la novela cuando lee la nota que indica que los horarios de trenes y aviones que se manejan en la novela y sobre los que Mihara logra hallar las claves que le conducen a la resolución del caso son reales y eran los vigentes en 1947… Y entonces, con ese breve apunte, la imaginación fluye casi más que con toda la novela: me pongo catatónico solo de visualizar mentalmente al autor de la novela acudiendo a la estación de Tokio para comprobar el paso de determinados trenes y su permanencia en los andenes (quien haya leído la novela entenderá por qué lo digo). Ya solo con ese leve detalle se percibe el alto nivel de disciplina y de excelencia que Matsumoto debió exigirse a sí mismo en las tareas de documentación que toda buena novela requiere.

Pero no todo es técnica y precisión en El expreso de Tokio. De manera muy sutil, el factor humano y el mundo de las emociones, encarnados en la curtida experiencia vital del policía local Jutaro Torigai, suponen la chispa que enciende la mecha que lleva al subinspector Mihara a ver que aquellas dos muertes tenían muy poco de suicidio.


El lector se ve sumergido en un viaje a un Japón que ya se antoja casi mítico en su distanciamiento con respecto al presente. Un Japón lejano tanto en el tiempo como en la percepción que actualmente uno puede tener del país. Es un Japón que se visualiza en blanco y negro y se escucha a ritmo de enka, envuelto en modestia, precariedad y, si se ahonda en las capas menos escrupulosas de aquella sociedad, pringado de corrupción por los cuatro costados. El expreso de Tokio es el ingenio que nos permite emprender ese viaje. No pierdan el tren.

viernes, 30 de enero de 2015

"Cambios", de Mo Yan


Ya tenía yo ganas de que el mercado editorial español por fin lanzara una obra de Mo Yan a un precio asequible. Han sido los de Austral en edición de bolsillo (previamente la publicó Seix Barral a 20 eurazos), porque los de Kailas, la editorial que habitualmente publica los trabajos del Premio Nobel 2012 en nuestro idioma, se pasan unos cuantos pueblos con el importe de los ejemplares, hasta el punto de que al lector que aún no se ha iniciado en el arte literario de Mo Yan le pueden llegar a surgir serias dudas sobre si de verdad merecerá la pena hacer tan oneroso esfuerzo económico para, a cambio, intentar descubrir la obra de un autor que a lo mejor luego resulta que no logra dejarle, cuando menos, mediamente satisfecho.

Lo ideal sería iniciarse a Mo Yan leyendo su Sorgo rojo, la novela que le catapultó a la fama a mediados de los años ochenta y que le permitió obtener prestigio internacional, en parte gracias a la talentosa adaptación cinematográfica que hizo Zhang Yimou en 1987 y que para mi gusto sigue siendo la mejor película china de todos los tiempos: aquella fotografía tan poderosa en sus gamas cromáticas y su luz, y aquella Gong Li tan primitiva y joven pero ya tan sugerente a todos los niveles, ocupan una parte trascendental de mi educación emocional y sentimental. Pero, claro, si en España un ejemplar de Sorgo rojo sigue valiendo lo que sigue valiendo, pues casi mejor es que los no iniciados no arriesguen y en su lugar prueben con las 127 paginitas de Cambios (2010), una de las más recientes obras de Mo Yan, y que se puede leer en clave de novela corta o en clave de autobiografía, pues eso es ni más ni menos lo que tenemos entre manos: un brillante ejemplo de economía verbal, de cómo se puede contar con maestría en solo un centenar de páginas lo más destacado en la vida de una persona y de todo un país a lo largo de cuatro décadas, las que van de 1969 a 2010, cruciales en el devenir vital de Mo Yan y de toda China.

Cambios. No solo es escueto el contenido del libro, sino que el título también lo es, pero es que así, en una sola palabra, se dice todo sin necesidad de recurrir a mayores ornamentos lingüísticos. Y a través de su propia vida, en constante metamorfosis de aspiraciones y profesiones, aunque siempre con la literatura como uno de sus principales intereses, Mo Yan nos va ofreciendo, en pequeñas dosis, fugaces instantáneas que nos permiten percibir los brutales y radicales cambios que ha ido experimentando China desde los años setenta. No se recrea en los hechos históricos; simplemente los sobrevuela, incluso los que a ojos occidentales deberían merecer varias páginas; por ejemplo, sobre ese acontecimiento de 1988 que a la prensa occidental obsesiona hasta el delirio y que los medios españoles suelen presentar como “la matanza de Tiannanmen”, Mo Yan pasa fugazmente: “Pero no tardó en estallar el movimiento estudiantil, la situación fue cobrando una tensión creciente y mucha gente dejó de tener ganas de ir a clase”. Y punto. Alguien pensará que esa levedad casi frívola en el tratamiento de ese hecho histórico responde a la censura, a la intención de silenciar y ocultar lo que en Tiannanmen sucedió. Yo prefiero creer que a Mo Yan no le inspiran tanto esos grandes acontecimientos y sí el pulso cotidiano que sabe tomar a todos esos modestos personajes que se cruzaron por su vida, y que funcionan en la novela como verdaderos motores de la historia con minúsculas y de la Historia con mayúsculas. No obstante, la transformación de China y su presunta modernización no se contempla de un modo triunfalista, lo que resulta atípico tanto dentro como fuera de China. Tendemos a creer que en la China de hoy se atan los perros con longaniza, que el desarrollo alcanza a todo el mundo, que en ese país se vive bajo la normalidad, y lo que Mo Yan deja entrever es una China que, pese a la obvia mejoría del país en contraste con la precariedad y falta de libertad en que vivía bajo Mao Zedong, ha mantenido, si no incrementado, sus hábitos sociales menos saludables, tales como la deshonestidad, el enchufismo y el abuso de poder.

En definitiva, un trabajo donde se dan cita el humor, el sarcasmo, la confidencialidad, la sinceridad y la lección de que el proceso de cambio tiene su cara y su cruz. Y la satisfacción del lector, que se siente un ser privilegiado al recorrer espacios y etapas de China de la mano de un guía sólidamente acreditado para ejercer de tal.

viernes, 23 de enero de 2015

"El arte de la guerra", de Sun Tzu


Conozco esta obra desde que era adolescente e iba al instituto. Al menos en Madrid, que era donde yo vivía en aquellos años ochenta, rara era la biblioteca popular donde no hubiera como poco un ejemplar de este título. Pese a todo, nunca me llamó la atención. Este libro jamás se encontró en mi lista de textos pendientes de ser leídos. La verdad sea dicha, un libro de hace 2.600 años, en el que un general chino muy taimado y curtido en mil batallas se dedicaba a contarnos sus truquillos para superar al enemigo, no entraba dentro de mis planes de lectura, más que nada porque lo castrense no hacía maridaje (os robo la palabreja, Ferran Adrià y compañía) con mis aspiraciones vitales: lo de tener que cuadrarme no me cuadraba.

Lo que tampoco cabía en mi imaginación por aquel entonces es que los consejos del general Sun Tzu podían llegar a ofrecer innumerables lecturas y aplicaciones paralelas 26 siglos después de su época. Tuvo que ser un autor de nuestro tiempo, mi apreciado Lorenzo Silva, quien me demostrara en La estrategia del agua, una de sus más logradas novelas negras protagonizadas por el tándem picoleto Bevilacqua-Chamorro, que en El arte de la guerra había mucha más cera que la que aparentemente ardía bajo tan escueto título. Por aquel entonces, al leer la novela de Silva, yo ya sabía que incluso muchos ejecutivos occidentales contemplaban la obra de Sun Tzu como una sustanciosa fuente de técnicas para triunfar en los mercados y derrotar o anular a sus “enemigos” del campo empresarial, aunque no me fiaba demasiado de esta fervorosa devoción por Sun Tzu en el universo “yupi”, porque todos sabemos que a la tribu de los engominados (o lo que ahora esté de moda en materia de peluquería VIP, que en ese sentido yo me quedé en la era de Mario Conde, ex presidente de Banesto y actual presidiario) que mueven los hilos de las grandes firmas les suele dar por las más insospechadas aficiones, muchas veces por pura frivolidad y esnobismo, sin ninguna razón en concreto y mostrándose altamente veleidosos en sus inclinaciones, de tal modo que hoy pueden declararse devotos lectores de El arte de la guerra del mismo modo que mañana podrían mostrarse acérrimos defensores de la meditación zen, o del vuelo sin motor, o de las sagas islandesas, o del coleccionismo de mariposas, o del cocido maragato. O sea, que como para seguirles la corriente…

De todos modos, lo que estaba claro es que había que leer a Sun Tzu para descubrir por uno mismo si su obra valía lo que decían que valía. Y a ello me puse. Y lo que me encontré es con una lectura asequible, siempre y cuando uno esté dispuesto a leer en clave de metáfora y no le moleste que al pan a veces no se le llame pan, ni que en ocasiones al vino no se le defina como vino. Y, aparte de su rotunda sencillez estilística, de su irreductible minimalismo, uno recibe con perplejidad el frescor de unas enseñanzas para las que 2.600 años no parecen haber sido nada. De verdad que tengo la sensación de que el hombre del siglo XXI juega a ser Sun Tzu. Con este general uno descubre que la palabra que mejor define ese arte de la guerra es la palabra engaño: “Todo el arte de la guerra está basado en el engaño” (I, 17). En contra de lo que los legos en materia castrense podríamos pensar (¡qué gran daño nos ha hecho el cine bélico e histórico, sobre todo el de Hollywood y más recientemente, qué cosa, las superproducciones chinas que tienen más de videojuegos que de películas!), en la antigüedad no se ganaban las guerras “a lo burro”, cortando a tutiplén cabezas y otros órganos, vitales o no, aunque por supuesto también hubiera mucho de eso. Pues no, resulta que la guerra era ante todo el arte de hacerle creer al enemigo que en tus filas tenías mil soldados aunque en realidad solo contaras con cuatro gatos lisiados, o llevarle a pensar que te retirabas cuando en realidad estabas iniciando un ataque frontal… Pues eso: vigencia absoluta. ¿Acaso no es eso a lo que juegan los políticos de hoy, que no se sabe si van o vienen, si tienen los ojos en la cara o en el culo? Y de verdad que lo hacen muy bien: me inclino ante los molt honorables de toda etnia y nacionalidad que se ocultan bajo esa opaca costra de incierta honorabilidad para mientras ir metiéndose unos cuantos milloncejos del erario público en sus cuentas privadas de Suiza, Andorra o la Jauja Fiscal que tengan más a mano. Se suele decir que El príncipe de Maquiavelo es el libro de cabecera de todo político, y no lo dudo, pero apuesto lo que sea a que tampoco hay político contemporáneo que no le haga a Maquiavelo compartir estantería con Sun Tzu. Desde luego, hay un consejo del general chino que todo político sigue a pies juntillas: “Tu meta es tomar intacto todo lo que hay bajo el cielo” (III, 11). Y si se lo permitimos, sin duda que van a cumplir a rajatabla este precepto: todo lo toman y lo gozan.

Eso sí, también se ve que, como suele ser menester, nuestra podredumbre política escoge de sus lecturas lo que les sale de sus continentes testiculares u ovulares, y desestima lo que les desfavorece. No es nada que haya de extrañarnos: en España lo hacen a diario con la Constitución de 1978, cuando se pasan por el forro esos artículos (no recuerdo los números, pero para eso está la Wikipedia) que hablan del derecho al trabajo y a la vivienda, pero consideran incuestionables los títulos y artículos que hablan de la Corona o de la indivisibilidad de España. Así, en consonancia con esa forma de ver las cosas y de actuar, no es de extrañar que presten toda la atención del mundo a aquellos pasajes de El arte de la guerra que versan sobre el arte de engañar y de tomar posesión de aquello que en principio no es de uno, pero que por otra parte descuiden su lectura en el momento en que Sun Tzu se pone a describir las cualidades que ha de tener un buen líder y cómo ha de conseguir el respeto de sus subordinados, como por ejemplo cuando nos dice que “si se castiga a las tropas antes de haber conseguido su fidelidad, serán desobedientes” (IX, 47). Dicho en clave de lo que nos toca vivir: ponte a recortar derechos y servicios públicos, y verás cómo en las próximas elecciones no te vota ni tu tía. Pero no, se ve que el capítulo IX de El arte de la guerra, rico en consejos destinados a ser un buen jefe, no se lo han leído: una pena.


Ustedes no hagan lo mismo que nuestros políticos y léanlo bien y de cabo a rabo. Una edificante lectura, sin duda, de esas para leer con el lápiz en la mano y no parar de subrayar.