martes, 28 de enero de 2014

"Relatos japoneses de misterio e imaginación", de Edogawa Rampo


La Navidad te brinda tiempo para visitar librerías y allí hacer descubrimientos literarios de lo más gratos y fortuitos, de esos que no se consiguen ni recurriendo a las revistas que hacen eco de las novedades editoriales, ni navegando en mil páginas web o bitácoras dedicadas al mundo de los libros, sino simplemente dándote de narices con una portada cuyo título o diseño, por la razón que sea, te sugiere algo. El placer de recorrer las estanterías de una librería y encontrar un autor y un título desconocido pero cuya lectura piensas que va a merecer la pena, adquirirlo, leerlo y comprobar que tenías razón y que te estabas perdiendo algo, es uno de esos escasos placeres que la vida nos sigue proporcionando a quienes ya empezamos a tener una edad en que todo lo placentero va paulatinamente ingresando en el terreno de lo mítico, de lo poco probable o de lo apenas perceptible.
 
En esta ocasión, una portada con el dibujo de una japonesa de ojos alienantemente almendrados y ataviada con un quimono, acompañada a la derecha del nombre de Edogawa Rampo (1894-1965), maestro de la literatura de misterio y fantástica japonesa, bastó para que me pusiera a ojear y hojear el ejemplar y pocos minutos después me dirigiera a la caja.
 
No me defraudó en absoluto la adquisición compulsiva que, bajo el título de Relatos japoneses de misterio e imaginación, contiene en sus páginas una selección de nueve relatos de Rampo. En las pocas horas que tardé en leerlo, Edogawa Rampo me proporcionó unas nutridas raciones de emociones fuertes y de un misterio como los de antes, de corte clásico, de esos cuya lectura resultaría de provecho en los talleres literarios, brillantes ejemplos de lo que es hacer un cuento como dios manda, como los de su admirado e imitado Edgar Allan Poe… por cierto, no sabía que el nombre de Edogawa Rampo es en realidad un seudónimo que procede de la lectura en katakana del nombre del autor estadounidense por el que el japonés sentía verdadera devoción. Ese detalle lo cuenta, entre otras muchas cosas, Antonio Ballesteros González en su prólogo a esta edición, publicada por Jaguar, traducida por Juan José Pulido (me temo que desde el inglés, que no del japonés), y fenomenalmente ilustrada bajo un convincente minimalismo cromático de dos tintas (la negra y la roja) por Leticia Vera. Insisto en que me he enamorado de la japonesa de portada (ahora entiendo a los que pretenden casarse con personajes de manga o anime), pero os aseguro que el resto de las ilustraciones tampoco os van a dejar fríos, sino todo lo contrario: creo que han sido todo un acierto, pues contribuyen a intensificar el clímax de inquietud y de miedo que requieren las historias de Rampo.
 
Por comentar los relatos que mayor impresión me han causado, destaco el primero de ellos, La butaca humana. A caballo entre el sueño y la realidad, resulta inquietante la historia de este carpintero que decide ocultarse dentro de una de sus butacas para entrar en contacto con los cuerpos de quienes se sientan en ella. El final es bastante anticlimático, de esos que te cortan el buen rollo, de los que te recomiendan en los talleres de escritura que hay que evitar a toda cosa, pero todo se le puede perdonar a un gran maestro como Edogawa Rampo, incluso finales así.
 
A La oruga le tenía yo ganas ya que hace unos pocos años vi la película Caterpillar (Kôji Wakamatsu, 2010), basada en este cuento de Rampo. No voy a menospreciar el filme, que también me dejó acongojado por describir el contexto bélico en una aldea japonesa adonde regresa un héroe mutilado que es recibido por sus paisanos poco menos que como una semidivinidad y cuya abnegada esposa se encarga de cuidar de él día y noche aunque él se porta bastante mal con ella. Pero es que el cuento de Rampo se ve desde otra óptica, que es la de una mujer que de abnegada no tiene mucho, y de la que sabemos que ya desde niña gustaba de abusar de los débiles, lo que llevará a una exposición de los hechos bien distinta a la que Wakamatsu nos sirvió en su largometraje. Pero bien por ambos, escritor y director.
 
El test psicológico trata con brillantez el tópico de la imposibilidad del crimen perfecto, en el que solo creen algunos escritores, sobre todo de novela negra, porque les viene muy bien para hilvanar sus relatos, pero vive Dios que el crimen perfecto existe; no hay más que repasar la actualidad política y económica de un país como España y ver a tanto hijoputa suelto en la calle y hasta con cargo político para darse cuenta y derribar el mito. Rampo ofrece guiños al Crimen y castigo dostoievskiano, el clásico del negacionismo del crimen perfecto.
 
La cámara roja me encantó también por lo que tiene de sátira hacia los clubes del misterio en los que cuatro pedantes se ponen a contar “historias para no dormir” a los alelados que las quieran escuchar (algo así como lo que sucede en cierto programa de la Cadena SER que emiten en la madrugada de los fines de semana). A ver si alguna madrugada de estas reciben una llamada de alguien similar al protagonista de La cámara roja y nos divertimos un poco.
 
En definitiva, uno de esos libros que pueden ser fantásticos como regalo (incluso para regalárselo a uno mismo). Ahora que las nuevas generaciones han redescubierto a Poe (y han hecho muy requetebién), Edogawa Rampo entra dentro de la onda imperante y visto desde el presente resulta fresco, actual, vigente, tan convincente o más que hace tres cuartos de siglo.
 

martes, 21 de enero de 2014

"El ladrón", de Fuminori Nakamura


Lo vengo comprobando desde hace tiempo: no hay nada como poner en la contraportada o en las solapas de un libro que la novela contenida en él guarda similitudes con la obra o el estilo de tal o cual autor clásico, para que así el libro se venda mejor. Incluso cuando las supuestas influencias son falsas, o verdaderas pero excesivamente superficiales como para considerarlas genuinas y poderosas influencias.

Es la sensación que he percibido al leer El ladrón, novela de un joven novelista japonés llamado Fuminori Nakamura. Desde luego, el título no ha sido puesto en balde y resulta algo premonitorio, pues debo declarar que me he sentido algo robado al recordar, mientras lo leía, que el libro me costó 18,50 euros. En la contraportada aparece un comentario que es el objeto de mi decepción: en él se asegura que esta novela tiene ecos de Dostoievski, de Yukio Mishima y de Patricia Highsmith… Y claro, con esas premisas, le generan al lector unas expectativas que en muchos casos desembocarán en la más absoluta de las decepciones.

Dostoievski, Mishima y Highsmith, todo en uno. Casi nada. Desde luego, hay ciertos críticos en la prensa que deberían estar en cuarentena y bajo vigilancia intensiva. Lamento decir que El ladrón no me ha convencido ni tan siquiera como novela de entretenimiento, ni muchísimo menos como novela negra, que es lo que parece que pretende ser. Ya resulta rocambolesco el planteamiento inicial de la historia, con un hábil e infalible carterista que habitualmente opera en el metro de Tokio como protagonista. ¿Pero hay carteristas en Japón? ¡Si los japoneses descubren la existencia de semejante “profesión” el día en que pasean por la Puerta del Sol de Madrid y les birlan la cartera de Louis Vuitton y el pasaporte! La cadena de inverosimilitudes prosigue cuando a este carterista le proponen ciertos mafiosos hacer un robo a mano armada en la vivienda de un millonario, hecho que cambiará su existencia y que sirven al autor para “vender” unas pretenciosas y nada trabajadas reflexiones sobre lo que es el destino, lo que complementa con el encuentro del carterista con una mujer cuyo hijo pequeño se dedica a mangar comida en los supermercados para subsistir (otro par de personajes que resultan de ciencia-ficción si los ubicamos en Tokio: ¡Niños que roban en los supermercados y madres que les animan a hacerlo!). Total, que al final no me quedó muy claro por qué era tan trascendente el tema del destino en esta novela. ¿Porque el carterista no puede huir de la mafia que le hizo aquel encargo? Bueno, no creo que haya nada de sorprendente en ese hecho; en toda novela que se precie los personajes se ven implicados en problemas difíciles de resolver o eludir y que constituyen el motor de la historia. Por eso mismo no entiendo cómo algo tan normal se vende como algo tan extraordinario.

Y lo de su posible influencia de Dostoievski tal vez venga de una alusión que hace el jefe de los mafiosos a Crimen y castigo, en la que pone como panoli a Rashkolnikov porque no logró el crimen perfecto. Como chascarrillo o “guiño” puede estar gracioso; pero como muestra de la presunta influencia trascendente que Dostoievski ejerce en la novela de Nakamura, provoca bastante hilaridad. Se ve que Nakamura sigue la estela de Haruki Murakami en lo relativo a la inclusión de citas vacuas y algo forzadas, básicamente con el poco edificante objetivo de demostrar una erudición y una profundidad intelectual de la que con toda probabilidad carecen.

Con todo y con eso, esta novela ganó el prestigioso premio Kenzaburo Oe del año 2009, así que puede que la culpa sea mía por no haber sabido disfrutar de las páginas de esta novela. Pese a ello, mi consejo no puede ser otro que el que les hago a continuación: ahórrense 18,50 euros.

 

viernes, 10 de enero de 2014

"La novela de Genji", de Murasaki Shikibu


Para empezar el año, y aprovechando el paréntesis de unas vacaciones que parecía que no iban a llegar nunca, hice lo que llevaba ya un tiempo tratando de hacer: respirar literariamente hondo y sumergirme en la lectura del Genji Monogatari, que ya iba siendo hora. Y lo hice a través de la versión española de Xavier Roca-Ferrer, publicada por Destino (formato grande) y Austral (formato bolsillo) bajo el título de Novela de Genji y presentada en dos tomos, uno para cada una de las partes en que se divida la novela: Esplendor (primera parte) y Catástrofe (segunda parte).

 
Para los pocos que la desconozcan: Genji Monogatari es uno de los hitos de la literatura japonesa; una novela milenaria (milenaria en años y en páginas) escrita a finales del siglo X o comienzos del siglo XI por la cortesana Murasaki Shikibu, y cuya trama gira en torno a la figura del príncipe Genji, sus descendientes, y las conquistas amorosas de todos ellos, que fueron unas cuantas.

 
Había pospuesto en varias ocasiones la aventura de leer la obra de Murasaki Shikibu básicamente por culpa de los prejuicios que nos pueden surgir a los lectores comunes, a saber: “es una obra demasiado larga”, “seguro que es un rollo”, “a lo mejor no se entiende”, etc. Para colmo, tampoco resulta demasiado motivador descubrir que la gran mayoría de los japoneses con los que uno se relaciona afirman que todavía no han leído el Genji Monogatari o que, como mucho, lo han leído de manera fragmentada o en versiones escolares adaptadas para niños y adolescentes, o incluso en formato manga. Sin embargo, para mi sorpresa me he encontrado con uno de los clásicos de la literatura mundial más accesibles al lector de hoy, o al menos así lo he percibido yo. Acabas encontrando muchos rasgos de contemporaneidad en el arte literario de Murasaki Shikibu, quizás porque las páginas del Genji Monogatari no cayeron en saco roto en épocas posteriores ni en culturas ajenas a la japonesa.

 
Pero lo que percibe el lector no especializado que se anima a leer el Genji Monogatari es que su autora no era una simple cortesana palaciega que para matar el aburrimiento se ponía a registrar por escrito los cotilleos de la corte. Ni muchísimo menos. Por el contrario, una de las cosas que más nos puede llegar a sorprender es el enorme oficio que, como escritora, Murasaki Shikibu demuestra tener a lo largo de la obra. Desde luego, no es nada sencillo componer una historia con unos 450 personajes y una trama que se extiende a lo largo de medio siglo. Y ese enorme oficio de Murasaki resulta doblemente meritorio teniendo en cuenta que la novela se estrenaba mundialmente como género (eso si eres de los que consideras que El asno de oro de Apuleyo no es una novela sino una colección de relatos, porque yo soy de los que ve aquel texto latino más como lo primero que como lo segundo), o sea, que la Murasaki no tuvo la oportunidad de aprender a hacer novela leyendo a los grandes maestros de la narrativa mundial. Por el contrario, más bien sería ella la que podría haber enseñado algún que otro “truquillo profesional” a Cervantes, Victor Hugo, Dostoievsky, Tolstoi, etc. (y puede que a los dos últimos se los enseñara, ya que los rusos de finales del siglo XIX e inicios del XX estaban bastante al corriente, por la cuenta que les traía, de lo que intelectualmente se cocía y se había cocido en el vecino y amenazante Japón). La Murasaki sabía lo que se tenía entre manos; no era ni por asomo una dominguera de las letras. Sorprende y resulta admirable el comentario “metaliterario” que Murasaki pone en boca de su príncipe Genji en el capítulo 25 de Esplendor: “[…] yo mismo me dejo ganar con frecuencia por las emociones que aparecen en los libros si están bien descritas, y por las aventuras, si el autor ha sabido tejerlas con destreza. Resulta perfectamente posible tener conciencia de que todo ello es solo el producto de la invención de un autor y, al mismo tiempo, sentirnos conmovidos o arrastrados por el interés de la historia. […] El gran autor es capaz de deslumbrarnos hasta borrar nuestra incredulidad primera. Luego, al evocar las emociones experimentadas, quizás nos avergoncemos de haber tomado en serio tantos dislates, pero al escuchar la historia por primera vez, seguramente nos ha parecido la cosa más fascinante del mundo… A veces, cuando las azafatas de mi hija le leen historias, me paro a escucharlas y casi siempre me admiro del talento de nuestros autores. Probablemente escriben tan bien porque han adquirido el hábito de mentir, aunque supongo que hay bastante más que eso”. ¿Me pasa solo a mí o hay alguien más que encuentre similitudes entre este discurso y el que emplea Mario Vargas Llosa cuando se pone a exponer lo que de verdadero tienen esas mentiras que llamamos novelas? Pues eso, que la autora del Genji Monogatari no se había caído de ningún guindo literario.

 
Tan fascinante como la figura de Murasaki me parece la de Genji, el protagonista de la historia, todo un personaje. Yo de mayor querría ser como él, y vivir en la sofisticada y despreocupada corte de Heian, al menos tal y como la retrata Murasaki en su novela. Desde luego, siendo varón y aristócrata (el pueblo solo existía para producir arroz y satisfacer el pago de tributos), vivir en aquella Heian Kyo (nombre que recibía la actual Kioto en tiempos de Murasaki) debía ser lo más parecido a residir en el paraíso: en una sociedad sumida en una paz crónica y carente de convulsiones políticas graves, aquellos aristócratas no parecían aburrirse demasiado, pues dedicaban sus días y sus noches a componer y recitar versos, a tocar el koto u otros instrumentos y, sobre todo, a andar detrás de toda criatura del sexo opuesto. Así era Genji en sus años más mozos: un pijo irresponsable de hace mil años rodeado de mujeres de todo tipo y más feliz que una semana con siete domingos. Luego, a medida que Genji va avanzando en edad, la cosa se va torciendo. Por eso mismo me ha gustado más la primera parte de la obra (Esplendor) que la segunda (Catástrofe), porque es la que trata toda la sucesión inagotable de amoríos de Genji. De todas maneras, Catástrofe no le va a la zaga, y tras la muerte de Genji llegan las aventuras en la ciudad de Uji de los descendientes de este, que son su falso hijo Kaoru (a Genji también se la pegaban) y su nieto Niou, quienes se lían con varias mujeres, entre ellas con Ukifune, una chica sensible que va a cobrar un fuerte protagonismo al final de la novela y cuya historia va a arrancar las mejores páginas de Catástrofe, y eso es precisamente lo que me ha encantando de la segunda parte del Genji Monogatari: que va de menos a más, y que lo que prometía ser un aburrido ladrillo acaba resultando emocionante, enternecedor, lírico, una navegación literaria de lo más placentera.

 
En definitiva, nos encontramos ante una obra de peso, un clásico, de la que podemos aprender de usos y costumbre del tiempo en que se escribió, pero también recibir enseñanzas universales e intemporales, válidas en cualquier momento y lugar, como sucede en toda obra maestra. Una obra original, pura, pero capaz de influir enormemente en la narrativa mundial posterior, y probablemente en lo que no es la narrativa (ahora no dejo de ver paralelismos entre el Genji Monogatari y las series de televisión romántico-históricas coreanas, aunque estas últimas resulten más superficiales y ñoñas). Y eso es un valor añadido tratándose de una obra surgida en Japón, porque generalmente (sobre todo si hablamos de narrativa contemporánea) se aprecia el influjo de los autores occidentales sobre los japoneses, pero rara vez se habla de obras o autores japoneses que influyan sobre los creadores de otros países: el Genji Monogatari parece ser una de esas excepciones. Lo que es evidente es que uno no deja de encontrar razones para leer este monumento literario. ¿Quieren ustedes más razones? Disfruten con estas citas:

 
Las mujeres que exigen ser tratadas con mil miramientos impuestos por reglas de conducta tres veces centenarias resultan, a mi juicio, absolutamente insoportables.” (capítulo 35, en boca de Genji).

 
“Lo excepcional es el hombre que alcanza cierta edad habiendo sido fiel solo a una mujer. ¿Has oído hablar del marido “calzonazos”? ¿Sabes cómo se burla le gente de esa clase de hombres? Por otra parte, la mujer que ocupa un lugar de privilegio entre unas cuantas rivales es más digna de admiración que la que se guarda el marido para ella sola. Y, además, su vida resulta mucho más divertida y emocionante…” (capítulo 39, en boca de Yugiri)

 
“¿Qué realidad tiene el mundo? La misma que la efímera. Visto y no visto.” (capítulo 52, en boca de Kaoru)

 
“Nada es eterno, solo el cambio existe… Nos guste o no, así es el mundo.” (capítulo 53, en boca de la hermana del monje Sozu)