domingo, 30 de marzo de 2014

"Muerte en Estambul", de Petros Márkaris


Siempre me había apetecido hablar de uno de mis autores de novela negra favoritos, el griego Petros Márkaris. Bueno, si metemos a la sufrida Grecia actual en el saco de lo oriental, pues entonces las correrías del comisario Kostas Jaritos por las calles de Atenas a lomos de su Fiat Supermirafiori podrían tener cabida en este blog. Pero, qué mejor ocasión para meter a Márkaris en nuestra nómina de autores que con Muerte en Estambul, la quinta novela de la serie Jaritos y la única en la que el cachazudo y pintoresco agente heleno lleva íntegramente a cabo su labor investigadora no solo fuera de la capital griega, sino fuera de la misma Grecia. El buen hombre estaba tratando de pasárselo bien en un viaje organizado por Estambul, cuando le informan de que una abuelita griega va cargándose a gente a golpe de empanadillas de queso generosamente sazonadas con pesticida. La cosa se complica cuando esta abuelita, que antaño perteneció a la comunidad de griegos residentes en Turquía, decide traspasar fronteras y ampliar su actividad asesina por tierras turcas, lo que ya implica profesionalmente al comisario Jaritos, que se ve obligado a dejar aparcadas sus vacaciones y a colaborar con un agente de la policía turca en la investigación del caso.
 
Pese a lo excepcional de esta nueva aventura de Jaritos en cuanto al escenario de sus acciones, la novela en sí no difiere mucho de las restantes de la saga. Vemos a un Jaritos mordaz e irónico, de vuelta ya de casi todo, en constante batalla dialéctica con Adrianí, su histérica e indomeñable mujer. Al margen de esos detalles ya rutinarios, como del sentido del humor “marca Jaritos” que desde la primera página ya te convierte en fan incondicional del poli griego, y de la trama detectivesca bien hilvanada y que lleva a la resolución del caso, lo realmente interesante e innovador de Muerte en Estambul desde un punto de vista cultural o antropológico es sin duda la certera y didáctica descripción que Márkaris hace de los rum, es decir, la colonia de griegos que reside en territorio turco, a día de hoy muy exigua, dados los crudos avatares de su historia más reciente, y que Márkaris describe con precisión y presteza a lo largo de la novela. Al fin y al cabo sabe de lo que habla, porque el propio Petros Márkaris perteneció a esa comunidad (nació en Estambul en 1937), pero como la gran mayoría de sus miembros, tuvo que huir a Grecia a mediados del siglo pasado debido a uno de los muchos episodios trágicos que han ensangrentado la convivencia entre turcos y griegos a lo largo de su historia más reciente. La novela no deja de hacer hincapié en ese lado tan oscuro del pasado grecoturco, así como en lo duro que siempre es pertenecer a una minoría, no importa cuál y no importa dónde. Murat, el agente turco que colabora con Jaritos, lo ha sufrido en sus propias carnes, pues su familia tuvo que emigrar a Alemania. Es lo bueno de Márkaris: siempre nos permitirá viajar por cada uno de los rincones que configuran la cruda realidad griega (o incluso de más allá), cruda como realmente es, ya se trate de la baja consideración con que en Grecia se trata a inmigrantes balcánicos y africanos, o del auge y la caída de la economía helena, o de ese siniestro pasado griego de dictadura fascista y un no más halagüeño presente de neonazis y niñatos de extrema derecha. Pero Márkaris, ecuánime, hará gala de un magistral ejercicio de integración literaria y dejará siempre espacio a las voces de todos los puntos de vista implicados. Al final, a uno siempre le queda la sensación de que toda Grecia está en Márkaris.
 

martes, 18 de marzo de 2014

"El samurai", de Shusaku Endô



En este año dual del (supuesto) inicio de las relaciones diplomáticas entre Japón y España, mucho se ha oído hablar sobre lo maravilloso de tal empresa, o sea, la que un tal Hasekura emprendió junto a algunos de los suyos, atravesando dos océanos, con México (entonces Nueva España) de por medio. Viendo lo bien que se lo pasan ahora los emisarios de uno y otro estado, con ese príncipe heredero de Japón a la cabeza, dándose un garbeo por Coria del Río para visitar a esos españoles apellidados Japón y de paso, y con ese vago pretexto, ponerse morado de jamón ibérico, entre otras delicias (según me cuentan, el caviar de Coria goza de cierto reconocimiento entre los gourmets), a costa del erario público coriano, vengando así a aquellos compatriotas suyos que arribaron a las márgenes del Guadalquivir hace cuatro siglos y que seguramente no catarían tales manjares en demasía; más adelante veremos por qué.
 
En otras palabras: con tanto acto conmemorativo da la sensación de que realmente hay algo que celebrar, de que aquella expedición doblemente transoceánica de 1613-1614 fue más trascendente para nuestro devenir histórico que el Concilio de Trento, la batalla de Rocroi, la invención del chupachús o el gol de Iniesta en Suráfrica. Vamos, que aquellos intrépidos diplomático-marinerillos de tres al cuarto hicieron en España algo más sustancioso que adiestrar a Águila Roja en el manejo de la katana.

 
Afortunadamente, ya había literatura que hace más de una década, y aunque fuera bajo la sanitaria y precavida forma de una obra de ficción, trató de poner al acontecimiento en su debido sitio. Y quizás por eso mismo no se hable tanto de esta literatura y permanezca tan escondida en las estanterías de las librerías. De hecho, El samurai es uno de esos libros que resultan difíciles de encontrar, a pesar de las halagüeñas perspectivas comerciales que podría tener su reedición aprovechando la coyuntura del año dual de marras. Pero no. Y eso es una lástima; se ve que las editoriales en lengua española no han acabado de cogerle el suficiente cariño a Shusaku Endô, aunque en los últimos años parece que se han multiplicado los esfuerzos por hacerle un hueco a su obra en las librerías del mundo hispanohablante. Porque además Endo tiene la gracia de que, en su condición tan peculiar de japonés cristiano, está en una situación privilegiada para interpretar aquellos momentos o acontecimientos históricos en los que Japón y Occidente se encuentran, cuando no se dan directamente de bruces, y en virtud de ello se ven obligados a entenderse, o a menos a intentarlo.

 
Y en el caso de la novela El samurai, vemos un análisis minucioso de ese proceso, un proceso que desemboca en el absoluto fracaso del proyecto común. Vale que Endô, insisto, recurre a la ficción y altera sustancialmente los hechos históricos, que no fueron exactamente como él los narra, pero la esencia del momento histórico queda sagazmente captada, al margen de todo artificio literario: se describen dos mundos fanatizados, el del Imperio español, y el del Japón de los primeros años del periodo Edo. En el Imperio español, si no eras católico, eras hombre muerto; y en el Japón de Edo podías morir exactamente por todo lo contrario: por ser católico. Estaba claro que dos mundos así no podían entenderse ni para formar pareja en una partida de mus. Y así de mal (no cuento más) les fue a Hasekura y compañía en la novela de Endo.

 
Pero El samurai no se queda en la mera novelita histórica de aventuras. De hecho, no es una novelita histórica de aventuras de esas que ahora se leen tanto y se escriben más, y que en ocasiones te dejan intelectualmente más vacío de lo que estabas antes de iniciar su lectura. Lo que Endo pretende, al narrarnos la odisea del equipo de Hasekura, es ahondar en el otro viaje que experimentaron los miembros de la expedición: el viaje interior, la transformación profunda y paulatina de que van siendo objeto, la génesis de la duda ante el descubrimiento del otro y de sus valores espirituales, todo un hallazgo en un contexto histórico en que, como ya dije líneas más arriba, el fundamentalismo y la cerrazón eran moneda de uso común. Y en eso reside el valor de esta historia: en lo bien que se describe cómo va brotando en Hasekura el germen de la duda, en su escalonado descubrimiento de un mundo opuesto al que conocía en su Japón natal, y que a ratos va odiando, y a ratos le va cogiendo cariño. Y el valor es doble en cuanto a que descubrimos (lo confesaba el propio Endo) que la novela histórica es en parte una novela autobiográfica, pues a Endô la religión cristiana también le fue impuesta, pues su familia profesaba esa religión, pero a él no le convencía demasiado. Como a Hasekura, los crucifijos le inspiraban más incomprensión y repugnancia que otra cosa, con ese “dios” torturado y envuelto en harapos que poco tenía de glorioso; pero los años y un mayor conocimiento del lado miserable de la vida le fueron proporcionando las bases para el acercamiento a una fe que posteriormente se convirtió en algo genuinamente suyo.

 
En definitiva, El samurai es la lectura ideal para todos aquellos que siempre buscan el “algo más”, porque sin duda que lo van a encontrar.

 

viernes, 7 de marzo de 2014

"Diario de una vagabunda", de Hayashi Fumiko


Hay literatura de la de verdad, de esa que no persigue objetivos comerciales, que no piensa más en el lector o el editor que en el autor; de esa que solo puede salir del corazón, o de las vísceras, o incluso de ambas en mayor o menor grado de proporción. Es lo que creo que sucede con Diario de una vagabunda, la curiosa e inquietante aportación autobiográfica de la escritora japonesa Hayashi Fumiko (1903-1951), mujer que, según se desprende de la lectura de su libro, las pasó bastante putas a lo largo de su corta vida, sobre todo en sus años de infancia y juventud (los que describe su libro, escrito en 1930), pero eso no le impidió en todo momento luchar con encono para tratar de ser ella misma, aunque para ello tuviera que navegar contra viento y marea. En las páginas del Diario de una vagabunda se ofrece un catálogo de todos los amores y los odios de Hayashi Fumiko, que trataba de ser escritora y, más audaz si cabe, vivir de ello. Pero ni los tiempos ni el lugar en los que le tocó vivir parecían ser los mejores aliados para lograr semejantes objetivos, y entonces ahí vemos a Fumiko viéndose obligada a desempeñar trabajos ingratos, a acercarse a ciertos hombres por necesidad, a vagar por todo lo largo y lo ancho de la geografía japonesa en busca de lo que Tokio no podía ofrecerla. Nos encontramos con un espíritu libre, que no dudaba en criticar mordazmente a los intelectuales de su época que se abonaban a la literatura proletaria y que veían en la revolución socialista la panacea que les iba a librar de todos los males, si bien en un momento de su vida su libertad incurrió en la contradicción de aceptar trabajos de cronista en varios lugares de Asia colaborando con el régimen dictatorial japonés. Pero bueno, muchos escritores han tenido similares borrones en sus trayectorias; recordemos al premio Nobel noruego Knut Hamsun (por cierto, apreciadísimo por Hayashi Fumiko, y a quien cita en más de una ocasión en el Diario de una vagabunda), que en la Segunda Guerra Mundial acabó apoyando al régimen nazi. Aun así, con todas sus contracciones, o precisamente por ellas, la figura de Hayashi Fumiko merece la pena conocerse. Y, gracias a los de Satori (una vez más), es posible conocerla.