domingo, 29 de abril de 2012

"Retrato de Shunkin", de Junichirô Tanizaki


Lo mío con la literatura de Tanizaki está empezando a alcanzar el grado de vicio, de incontrolable adicción. Será quizás porque comparto sus inquietudes estéticas y su refinado gusto hacia las relaciones humanas y sentimentales atípicas o poco convencionales como las que él suele escoger, todas ellas dignas de ser noveladas. Lamento que pronto llegará el momento en que se me agote la munición literaria de Tanizaki. Pero bueno, cuando eso suceda ya no me quedarán más excusas razonables para seguir posponiendo la lectura de 1Q84, así que no hay mal que por bien no venga...

Como ya hiciera un año antes en El cortador de cañas, Tanizaki retrocede a los años iniciales de la era Meiji (último tercio del siglo XIX más o menos) para ambientar la historia de Shunkin y Sasuke, la pareja protagonista de Retrato de Shunkin (1933). Y lo hace mediante una técnica narrativa que a mí se me antoja muy moderna, muy adelantada al tiempo en que escribía Tanizaki (es lo que tiene este autor de genial), viendo sobre todo lo tan en boga que está actualmente. Esa técnica consiste en que alguien, que se presenta al lector y le permite conocer sus circunstancias haciendo uso de la primera persona, narra la historia de otros sujetos, pero no de modo omnisciente ni basándose en las experiencias que pudiera haber compartido con ellos, sino a partir de fuentes escritas, en este caso de una biografía que ha adquirido en una librería. En ese volumen alguien cuenta la vida de la tal Shunkin, una mujer de gran belleza que había sido una virtuosa para la música y ello en parte debido a que de niña se quedó ciega, lo que la llevó a dedicar su juventud al aprendizaje del tañido de los principales instrumentos tradicionales de cuerda japoneses. Como la tal Shunkin pertenecía a una familia de comerciantes de Osaka bien pertrechada de yenes, sus padres ponen a su servicio a un joven lazarillo llamado Sasuke, que se aficionará al samisen a partir de la relación con su nueva ama y con los años acabará conviertiéndose en un virtuoso del citado instrumento. Y entonces entre Shunkin y Sasuke se inicia una singular relación, tortuosa para Sasuke (aunque a él le gusta), que se convierte prácticamente en un esclavo de Shunkin, quien en la biografía que cae en manos del narrador aparece retratada como una mujer dominadora, caprichosa y tiránica con todos aquellos que le rodean, sean alumnos, criados o el propio Sasuke. No es por ello de extrañar que alguien se enfadara un poco más de lo normal y acabara desfigurándole la cara a modo de venganza. Despojada de su belleza, uno de sus más importantes atributos naturales, Shunkin se encierra en sí misma y no quiere que nadie la vea, ni siquiera el propio Sasuke, de ahí que para satisfacer a su señora éste acabe cometiendo un enorme sacrificio que supone una muestra de la más incondicional de las abnegaciones, si no del más radical de los masoquismos...

De nuevo, en las páginas de esta novela Tanizaki baraja con maestría conceptos y elementos estéticos que recubren su obra con una capa de sensualidad muy placentera para el lector: se olfatean aromas, se perciben formas artísticas o intensidades lumínicas, se escuchan acordes musicales...

Una vez más, Tanizaki es la guía para acercarnos al mundo de los sentidos y la estética del Japón tradicional, unos sentidos y una estética que, pese a la modernización que el país experimentó en la era Meiji, pervivieron hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Y Tanizaki tuvo la suerte de ser testigo y certero partícipe en aquel universo de valores artísticos y emocionales. Y ya sólo por eso merece la pena leer y leer su legado.

viernes, 27 de abril de 2012

"El cortador de cañas", de Junichirô Tanizaki


Leyendo a Tanizaki no se le agota a uno la capacidad de sorprenderse... Ni de deleitarse. En mi recorrido retrospectivo por su bibliografía ahora le llegaba el turno a El cortador de cañas (Ashikari). Escrita en 1932, es considerada como una de sus primeras obras de madurez, aunque por fortuna no se aleja del espíritu de sus anteriores trabajos y de todo aquello que me ha llevado a abonarme a la obra de este hacedor de fábulas donde siempre se indaga con mucho arte en lo insólito de las relaciones sentimentales, pero siempre bajo un atractivo (si no adictivo) envoltorio estético.

Ambientada en una zona lacustre próxima a Kioto, el protagonista de la historia es una especie de excursionista que se topa con un tipo que es cortador de cañas y que, al igual que él, acude a ese espacio natural para contemplar la belleza del plenilunio otoñal, que queda tan bellamente registrado en el cielo como en el reflejo que se percibe sobre la superficie del lago: a Tanizaki le interesaba tanto la estética en el arte y la literatura como en la naturaleza, normal por otra parte en una cultura como la japonesa, donde los fenómenos naturales son la gran inspiración de artistas y escritores.

Y ese cortador de cañas tiene a bien contarle al viajero la curiosa relación que su padre mantuvo con una tal señorita Oyû, oficialmente su cuñada, aunque en la práctica se trataba de la mujer a la que amaba. La tal Oyû era la viuda de un personaje importante, lo que le impedía volver a casarse, pues según la costumbre de la época (la acción transcurre a comienzos de la era Meiji, en la segunda mitad del siglo XIX) ello hubiera sido algo escandaloso y humillante para la familia del difunto. Por eso mismo, la familia de Oyû propone al padre del cortador de cañas que se case con la hermana menor de aquella, y eso es lo que hace. Y a partir de ese momento se inicia una extravagante relación a tres bandas en la que la señorita Oyû ejerce sobre los otros dos miembros del triángulo sentimental el papel de hembra dominante tan tanizakiano, mientras la hermana menor trata de hacer ante la sociedad el paripé de estar casada, aunque evita mantener relaciones con su marido sabiendo que él a quien ama es a Oyû...

Y como es menester en Tanizaki, esas singulares relaciones múltiples con dominadoras y sumisos brindan un interés argumental enorme, como encandila todo el trasfondo estético que sabe crear este novelista, en base a la brillante descripción de escenarios, ropajes, iluminación, aromas, actitudes... Todo delicioso.

Lo malo de las novelas de Tanizaki es que se leen en un santiamén: al final siempre acaban ofreciéndome pocas horas de gozo, aunque, eso sí: ¡Qué gozo!

En español la podemos disfrutar gracias a la traducción de María Luisa Balseiro, publicada por ediciones Siruela primero y en Debolsillo.

lunes, 23 de abril de 2012

"La devoción del sospechoso X", de Keigo Higashino


Llámenme burro, ignorante, analfabeto funcional, o lo que gusten (suele pasar cuando alguien declara públicamente según qué gustos), pero lo cierto es que desde hoy Keigo Higashino cuenta con un admirador más.

Antes de disponerme a leer esta sobrecogedora novela, me contaba un amigo japonés que Higashino es un autor demasiado fácil, que leer sus novelas no dice mucho intelectualmente de quienes las leen... Bueno, esas cosas que todos habremos escuchado miles de veces a lo largo de nuestras vidas cuando se habla de best-sellers, de la literatura que llega a millones de lectores y ya por eso hay que suponerla inferior, porque ya no se considera tan meritorio el hecho de leerla.

Al margen de esas apreciaciones, que siempre me han parecido tan carentes de fundamento, yo prefiero tratar de averiguar (me parece mucho más científico, a la par que más interesante y enriquecedor) qué es lo que contiene una obra para que atraiga la atención de tantísima gente. Quizás suceda que tal creación está empatizando con el sentir de la gente de su tiempo, con sus alegrías, con sus temores, con sus preocupaciones, con sus miedos... Quizás aunque sólo fuera por eso, tales obras ya deberían merecer nuestro respeto. Luego, si están escritas con mayor o menor pericia, con mayor o menor oficio, eso ya es harina de otro costal.

Pero es que, tras la lectura de La devoción del sospechoso X (2005, publicada en español en 2011 por Ediciones B), uno tiene la sensación de que pericia narrativa y oficio literario no le faltan a Keigo Higashino. Y a esa habilidad técnica probada cabe añadir otra virtud fundamental cuando se escribe novela en general y novela negra en particular: que Higashino sabe, y bastante, de lo que habla. Y no sólo sabe, sino que le gusta contarlo (denunciarlo) y hacer que los demás también lo sepan. En la novela se abordan problemas sobradamente conocidos del Japón contemporáneo (y de otras muchas sociedades avanzadas), tales como la soledad, la marginación o exclusión de ciertos sectores sociales, la violencia doméstica, etc., pero lo hace con mucha elegancia y equilibrio, sin grandes estridencias y sin caer en el error de convertir un texto literario en un panfleto para alimentar movimientos de indignados. Nada de eso; lo que Higashino nos ofrece es una novela negra con todas las de la ley, con una trama aparentemente sencilla (vamos descubriendo que no lo es tanto a medida que leemos) pero tremendamente envolvente. Y gratamente engañosa, pues desde el principio parece que coloca todas las cartas sobre la mesa y nos ofrece en bandeja, y en las primeras páginas, la resolución del caso planteado, pero al final descubriremos lo equivocados que estábamos.

No me detendré en hacer una narración exhaustiva del argumento ni en describir a los personajes con todo lujo de detalles, pues para eso hay gente que lo ha hecho antes que yo y mejor en sus respectivos blogs, como por ejemplo en este. Además, nunca ha sido ese el propósito de este blog. Sí diré en cambio que la historia nos habla de una mujer divorciada que vive en un apartamento junto a su hija, aunque su marido no deja la ida por la venida y no para de contactar con ella. Un día éste acude a su piso a visitar a su ex mujer; la cosa se complica y ello lleva a que madre e hija acaben cargándose al individuo. En eso entra en escena otro hombre: es el vecino de las dos mujeres, un profesor de matemáticas llamado Ishigami que se ha enterado de todo lo que ha pasado y se ofrece a ayudarlas a deshacerse del cadáver, aparentemente a cambio de nada, si bien la mujer sospecha que este tipo anda desde hace tiempo detrás de ella, pues a menudo acude como cliente a la tienda de obentos donde ella trabaja y es vox populi que lo que menos le interesa al matemático son tales obentos.

Pues sí, cuando creíamos que ya lo sabíamos todo, descubrimos que no estábamos en lo cierto. La trama es impecable, y hasta la última página no dejamos de descubrir cosas, de sorprendernos con el encadenamiento de hechos, con la evolución de la investigación policial y la compleja personalidad y evolucionada inteligencia de Ishigami, muy por encima de lo que le rodea, o eso cree él, porque un amigo suyo y ex compañero de la universidad, físico de profesión y colaborador habitual de la policía (de hecho, este físico también es buen amigo del inspector que lleva a cabo la investigación del homicidio), le complicará bastante las cosas por el mero hecho de conocerle demasiado bien a nivel académico y humano.

Decía antes que Higashino juega a engañar, cosa que no resulta extraña al comprobar que es exactamente a lo mismo que juega su personaje Ishigami: su estrategia para despistar a la policía consiste en hacerles creer que lo importante es justamente lo que carece de importancia; y no digo más, para no fastidiarle la lectura de esta novela a quienes aún no han disfrutado de la misma. Pero no deja de sorprender al lector que las personas y acciones de la novela que a priori parecen irrelevantes luego acaben adquiriendo sus parcelas de protagonismo y vayan mostrando su razón de ser: pienso por ejemplo en esos indigentes que pernoctan bajo plásticos y cartones en la margen del río Sumida y que Ishigami encuentra en sus paseos diarios: al final de la historia esos humildes y anónimos seres acaban siendo algo más que una mera pincelada de denuncia social. Ya el hecho de que desde el inicio conozcamos los pormenores del asesinato que desencadena toda la investigación posterior y los protagonistas resulta casi "contra natura" tratándose de una novela detectivesca (si bien esto no es exclusivo de Higashino, ya que otros representantes de la literatura japonesa contemporánea de este género recurren bastante a esa forma de plantear la historia; pienso en Natsuo Kirino). No obstante, una vez más el autor nos engaña hábilmente y nos demuestra que nuestra presunta omnisciencia era parcial y alicorta; hay que llegar al final de la novela para descubrir que Higashino no había hecho más que racionarnos la verdad.

Una novela cruda y plena de desencanto a todos los niveles, que nos acerca en pocas páginas a lo mejor y a lo peor de la condición humana, con personajes que no son de piedra y cuyo talón de aquiles reside precisamente en ese hecho. Descorazona asumir que la capacidad de amar de los seres humanos puede llevar pareja en formidable paradoja la capacidad de cometer las mayores atrocidades. Los detractores de Higashino y su novela dirán que es muy sencilla de leer (como si eso fuera algo malo o carente de mérito), pero que una novela actual te haga reflexionar sobre la mierda de mundo en que vives durante las semanas posteriores a su lectura no tiene precio en estos tiempos que corren de cultura desechable.

miércoles, 11 de abril de 2012

"Los pájaros de fuego. Novela filipina de la guerra", de Jesús Balmori


A veces le llegan a uno rarezas literarias de las que no solo no tenía noticia, sino que ni tan siquiera ese uno hubiera pensado que podrían existir. Y por supuesto, ese uno tampoco hubiera imaginado que finalmente las habría acabado leyendo.

Es lo que me sucedió cuando el otro día me encontré por casualidad en las estanterías de la Biblioteca Federico García Lorca del Instituto Cervantes de Tokio con este curioso ejemplo de literatura filipina en español, publicado recientemente por el Instituto Cervantes de Manila en su colección Clásicos Hispanofilipinos.

Acostumbrados como estamos la mayoría a leer o visionar exclusivamente testimonios japoneses y estadounidenses de la Guerra del Pacífico, resulta mentualmente refrescante darnos de bruces con una versión filipina y en lengua española de los hechos, con el texto de alguien que vivió el horror de los combates entre Japón y EE.UU. en Manila y otros lugares del archipiélago filipino en calidad de víctima nativa de aquel sinsentido.

Y además, en las páginas de Los pájaros de fuego. Novela filipina de la guerra asistimos a la historia de una decepción; la decepción de su propio autor, Jesús Balmori (1887-1948), alguien de quien hasta hace un par de semanas desconocía incluso su existencia (laguna del sistema educativo español, que en los libros de literatura española olvida que en Filipinas y Guinea Ecuatorial hay gente que habla nuestro idioma y a veces le da también por escribirlo, pero quizás la idea resulte demasiado compleja para las simplistas mentalidades ministeriales). Bueno, pues es la historia de una decepción en cuanto que este Balmori era un "niponófilo" de mucho cuidado, de esos que dejaría corto a todos esos españoles que uno se encuentra por las calles de Tokio (o incluso en la misma España) alabando todo lo japonés, hasta el punto de saber encontrar puntualmente el reverso de todo lo negativo que la cultura nipona pueda tener (que algo malo tendrá, me imagino yo). Bueno, a Balmori le bastó vivir la experiencia de una invasión japonesa de Filipinas (y los abusos hacia civiles que ello supuso) para darse cuenta de que no es haiku todo lo que reluce. Y hablamos de un hombre cuya obra literaria recibe una enorme influencia orientalizante, pero particularmente japonesa; de un hombre que veía en Japón el espejo sobre el que debían mirarse el resto de los pueblos asiáticos; el ejemplo a seguir en todos los aspectos... Y en tal situación se halla el protagonista de la novela, trasunto de Balmori: se trata de un hombre de mediana edad que había pasado toda la vida haciendo una defensa acérrima de todo lo japonés, hasta que tras la invasión se encuentra en disposición de no sentirse tan amigo de los nipones, a quienes hasta ese momento había visto incapaces de cualquier tipo de atrocidad.

La novela en general me ha parecido muy curiosa en todos los aspectos. Esperaba encontrarme con un uso arcaico y degenerado del español, pero todo lo contrario, me he encontrado con un castellano bastante depurado y correcto, certero, diverso en sus registros y preciso en el léxico, con un estilo que no se quedaba al margen de las corrientes literarias de vanguardia de aquellos años.

Es posible que Balmori haya exagerado mucho en la descripción de aquel triste episodio de la historia de Filipinas; y lo más seguro es que cayera en el maniqueísmo más descarado, con unos estadounidenses que al final se erigen como salvadores de la libertad e independencia del archipiélago (para mear y no echar gota), pero claro, viendo de lo que eran capaces los japoneses, resulta normal que la mayor parte de los filipinos al final prefiriesen lo malo conocido... Cada acción, cada imagen recogida en la novela guarda una enorme carga simbólica que en definitiva supone un canto patriótico y un grito de protesta hacia lo que debió suceder en la Manila de 1945: un sutil programa de genocidio hacia los filipinos hispanohablantes, iniciado por los japoneses y rematado por los estadounidenses, que con sus bombardeos indiscriminados sobre la capital filipina hicieron tanto daño al enemigo japonés como a la población local (supuestamente amiga). Hay quienes aseguran que con ello se garantizaron la práctica eliminación de la lengua española en Filipinas, una lengua que tenía mucho más peso en la sociedad filipina antes de la Segunda Guerra Mundial y que por ello hacía demasiada sombra al inglés. Tras leer Pájaros de fuego y su estudio introductorio, no me parece descabellada la teoría.

En definitiva, creo que esta es una de esas obras que hay que leer, aunque solo sea por la contundencia del testimonio y por tener otro asidero argumental de donde agarrarnos que no sea el asidero nipón o el asidero yanqui. Aunque sólo sea por eso (y encima no es sólo por eso), Los pájaros de fuego ha de tener su oportunidad.