martes, 31 de marzo de 2015

"Sueños de bióxido de manganeso", de Junichiro Tanizaki


Sólo entenderás al final del relato, y no sabes bien de qué manera, el porqué de ese enigmático y futurista título, que parece más propio de una obra de Yasutaka Tsutsui que de Junichiro Tanizaki. Este relato, escrito en 1955, el segundo de los que integran el volumen Dos miradas malévolas, del que empecé a hablar hace algunos días al comentar el primero de sus cuentos, resulta desproporcionado en todos los sentidos, y eso es precisamente lo que le hace ser enormemente atractivo tras su lectura. Puede que no logres captar el hilo argumental (si es que tiene alguno), o que no consigas vislumbrar lo que Tanizaki se proponía cuando lo escribió (si es que se proponía algo), porque lo que parecía que iba a ser un anodino relato costumbrista, de matrimonio de provincias que se va de excursión a Tokio para disfrutar de los encantos de la capital, acaba desembocando en un desbarre donde se amalgama bajo una atmósfera de fina ironía lo onírico con lo escatológico. Aquí reaparece uno de los emblemas del pensamiento estético tanizakiano: la letrina como factor diferenciador entre la cultura japonesa y la occidental; ese tema que tan bien supo tratar Tanizaki en El elogio de la sombra, al conceder a la letrina occidental un rasgo de luminosidad, frente a la oscuridad dominante en la letrina nipona. Será precisamente esa luminosidad de la taza de su váter occidental la que “ilumine” al protagonista del relato a la hora de ponerse a cagar, y ya no revelo más detalles… Hay que leerlo, y disfrutar con la recuperación de nuestra capacidad para sorprendernos, esa que últimamente parece que todos hemos perdido, en un tiempo donde parece que ya nada nos resulta excepcional ni lo suficientemente inédito como para hacernos bajar la mandíbula inferior o tensar bien los párpados. Leyendo este relato tendrás posibilidades de recuperar el placer de la sorpresa.


Tan solo he echado de menos una traducción más depurada y con menos errores. Al margen de lo torpe o lo hábil que se pueda mostrar el traductor, lo cierto es que traducir desde el inglés una obra literaria nipona en vez de hacerlo directamente de japonés nunca será una buena idea.

martes, 24 de marzo de 2015

"La historia del señor Colinazul", de Junichiro Tanizaki


Poco a poco se van aportando granitos de arena en aras de hacerle justicia a Junichiro Tanizaki (1886-1965) en el mercado hispanohablante del libro. Aun así, su obra, una de las más originales que han dado las letras niponas contemporáneas, sigue gozando de menos presencia de la deseada en las librerías de España y Latinoamérica. Si hoy podemos acceder a la flor y nata de la obra tanizakiana, sin duda que básicamente se ha debido a la dignísima labor que llevan a cabo los de la editorial Siruela desde hace ya años. Sin embargo, no menos gratas son las sorpresas que me suelen proporcionar esas pequeñas y valientes editoriales que se lanzan a publicar modestas ediciones de algunos de los muchos breves relatos que Tanizaki escribió y que reflejan con alma de boceto, pero con la misma pasión y fino sentido de la estética que su obra mayor, los temas y obsesiones que configuran el particular imaginario de este elegante narrador.

En esta ocasión, la joyita procede de una para mí hasta ahora desconocida Editorial Psicoanalítica de la Letra, con sede en México, y que en 2002 tuvo a bien publicar en su colección Textos de me cayó el veinte dos cuentos de Tanizaki, de dos épocas muy distintas de su actividad creadora, pero con todos esos aspectos envolventes y apasionantes de su pluma y ninguno de los aspectos “desechables” o menos atractivos. En definitiva, dos trabajos que te harán feliz si ya conociste la felicidad leyendo a Tanizaki. Y si no la conociste aún, ya hay algo que tienes que hacer antes de palmarla.

La historia del señor Colinazul (1926) es el primero de esos dos relatos. Se puede saber que es de Tanizaki sin que te digan que lo ha escrito él: los dos grandes temas que sobresalían en la obra tanizakiana de los años veinte se dejan ver con total nitidez, sin ningún tipo de ambages: por una parte su preocupación por la paulatina incorporación de elementos culturales occidentales en Japón, aunque no exenta de cierta admiración hacia lo americano (no tanto en el caso del propio Tanizaki, sino de sus personajes, espejo de lo que había en el Japón de aquel entonces); y por otra parte la obsesión fetichista hacia la belleza de la mujer o, mejor dicho, hacia determinadas partes de la anatomía de la mujer. Esos dos asuntos se ven reflejados de una manera casi existencial en la figura del singular personaje con el que el protagonista, un director de cine llamado Nakada, casado con la actriz principal de sus películas, se topa por azar en un restaurante de Kioto. Insisto: Tanizaki muestra (aunque quizás sería mejor decir que caricaturiza o ridiculiza) una clara apreciación hacia lo occidental por parte de muchos japoneses de aquella época. Se ve cuando el personaje del restaurante comenta “La mayoría de los directores japoneses están muy atados a un estúpido sentimentalismo”, o “¡A quién le importa si sus películas son copias de Hollywood cuando son entretenidas!”. Pero el discurso comparativo entre Japón y América alcanza su cenit cuando el personaje del restaurante sienta cátedra ante el director Nakada sobre las peculiaridades anatómicas de la mujer japonesa y la occidental poniendo como ejemplo a Yurako, la actriz y esposa del cineasta. Ya sabemos que en esta época Tanizaki empieza a tomar conciencia de los grandes valores que la cultura tradicional japonesa tiene, pero la huella de autores occidentales como Edgar Allan Poe sigue resultando bastante evidente en cuanto a que es un relato donde tienen cabida a grandes dosis tanto la sorpresa y la tensión como lo canallesco.

Os aseguro que no os dejará indiferente. Los usos y costumbres de ciertos obsesos sexuales y de los fans de las grandes estrellas cinematográficas de la época, de ser cierto lo que nos describe Tanizaki, son para alucinar…

En unos días comentaré Sueños de bióxido de manganeso (1955), el segundo de los relatos que integran estas Dos miradas malévolas.

viernes, 20 de marzo de 2015

"Underground", de Haruki Murakami



Lo diré cuantas veces hagan falta y aun a riesgo de que por ello se me desee un doloroso y lento proceso de castración: el mundo ha perdido a un excelente ensayista y periodista simplemente porque a ese potencial ensayista y periodista se le ocurrió la nada brillante idea de ponerse a escribir tomaduras de pelo noveladas, y por ello tuvo la fortuna y a la vez la desgracia de que a bastante gente le gustaron. Digo que tuvo la fortuna porque gracias a eso se forró; pero digo que tuvo la desgracia porque con ello se malogró lo que podía haber sido una brillante carrera ensayística y periodística. A los hechos me remito (pinchando aquí tenéis un ejemplo más de lo que digo).

Véase la fecha de hoy: nos encontramos a 20 de marzo de 2015. Es triste tener que recordar que tal día como hoy, pero de hace 20 años, Tokio se vio azotada por la barbarie terrorista. Aquel 20 de marzo de 1995, una de esas sectas donde pululan cerebros agilipollados capaces de lo que no cabe en el seno de ninguna masa encefálica en condiciones adecuadas de funcionamiento, decidió atacar en hora punta una serie de convoyes del metro de Tokio, haciendo para ello uso de unas bolsas que contenían un gas letal llamado sarín. Mediante las puntas afiladas de unos paraguas, los terroristas reventaron aquellas bolsas dentro de varios vagones del metro, reventando también con ello la vida, la salud y las ilusiones de cientos de personas.

A este libro le veo un montón de méritos que no consigo ver en los trabajos de ficción de Murakami: primero, la enorme tarea que debió suponer al autor dar con las víctimas de los atentados, acceder a ellas y obtener su permiso para publicar sus declaraciones… Poco que ver con el poco rigor documental que normalmente Murakami se exige de sí mismo en sus novelas, donde básicamente usa recursos culturales y eruditos al azar y sin motivo aparente: por ejemplo, le apetece hablar de una novela de Dovstoievski aunque no venga a cuento y lo hace, como podría hacer lo mismo si lo que le satisface en otro momento de la obra es comentarnos la calidad de un disco de Beethoven de la Deutsche Grammophon; todo para que los lectores veamos lo culto y lo “requetelisto” que es. Supongo que en Underground, por razones obvias, no se pudo permitir tales frivolidades y prescindió de ellas, para mayor gloria del resultado final. Otro aspecto muy favorable que se aprecia en Underground es que los comentarios de Murakami se reducen al mínimo, no resultan manipuladores ni interfieren en la intervención de los entrevistados; todo lo contrario, están para aclarar aspectos confusos o complementar cuestiones que no hayan quedado suficientemente dilucidadas. Digamos que Murakami deja al lector trabajar, le permite acceder a las declaraciones de las víctimas en el mayor posible de pureza, sin filtros perturbadores. Por ejemplo, fruto de esa concesión a la capacidad deductiva del lector, Murakami en ningún momento se para a comentar o comparar las diferencias de percepción de las víctimas en algunos aspectos cruciales de aquellos atentados. En ese sentido, me ha llamado poderosamente la atención las descripciones tan radicalmente diferentes que ofrecen los entrevistados sobre el olor del gas sarín, que van desde los que lo definen como “un aroma a sirope de pastelería”, hasta los que lo recuerdan como “olor a disolvente”, o “dulzón”, o incluso “a animal muerto”… Ya le entra al lector cierto morbo masoquista y ganas de descubrir el verdadero aroma del sarín inhalándolo por sí mismo. Humor negro aparte (pido perdón si a alguien no le ha gustado la frase anterior), el corpus de entrevistas te hace reflexionar sobre lo selectiva que es la memoria, más aún si cabe ante una situación tan dramáticamente singular como la que tuvieron que vivir y de la que, con secuelas de distinta índole, sobrevivieron.


Y uno, que acaba siempre viendo las cosas en clave española por aquello de que es español, se pregunta si en España hubiera sido posible un libro como Underground; es decir, si uno de nuestros más prestigiosos intelectuales, de esos que ganan premios Cervantes y “principesdeasturias”, y cuyos nombres se barajan cada año en las apuestas sobre ganadores del premio Nobel, se hubiera prestado a hacer la tamaña labor periodística consistente en dar con todas las víctimas de ETA (pongamos por caso) o del 11-M (por poner un ejemplo), y conseguir el suficiente grado de empatía con las mismas para que la mayoría de ellas accedieran a ser entrevistadas y hablasen con total naturalidad sobre su tragedia, y que de todo ello surgiera como resultado un trabajo donde predominara la comprensión profunda de los hechos sobre el lamento estéril, o la objetividad periodística sobre la demagogia ideológica, o el triunfo de la esperanza y el futuro sobre la resentida mirada hacia el pasado… Y entonces uno llega a la conclusión de que trabajos como Underground, de ser escritos en España, entrarían dentro del género de la ciencia-ficción. Razón de más para, en esta ocasión, y sin que sirva de precedente, quitarse el sombrero ante Murakami.