miércoles, 28 de marzo de 2012

"Hogueras en la llanura", de Shohei Ooka


“Sabía de sobras que al final de mi camino sólo me esperaban el horror y la muerte, pero quizá la oscura curiosidad que sentía me impulsaba a saborear hasta las últimas consecuencias la soledad y la desesperación que precederían a mi último suspiro, pues la muerte me aguardaba en cualquier rincón desconocido de esos campos tropicales”. En tan emocionante como poco envidiable situación se encontraba el soldado Tamura, protagonista de la novela Hogueras en la llanura (1957), obra cumbre del novelista japonés Shohei Ooka (1909-1988). Tamura es uno de los muchos japoneses que fueron movilizados por el ejército de su país para luchar en los más remotos rincones de Asia y el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Y en el caso de Tamura, su destino de combate fueron las Islas Filipinas, lugar al que también fue enviado el propio autor del texto, de ahí que fuera testigo directo de las muchas atrocidades que los japoneses infligieron y sufrieron a partes iguales en aquella contienda, lo que nos permite reconocer que tras la ficción que nutre las páginas de este libro subyace una base de sólida, fiable y sincera realidad.

Desde los primeros capítulos del libro, la figura de Tamura muestra unos rasgos de excepcionalidad que le permiten entender al lector que sea aquél y no cualquier otro soldado quien sirva de hilo conductor de los hechos. Su condición de tuberculoso en un ejército japonés al borde de la derrota le otorga una condición de perdedor de perdedores: ante la falta de víveres, los militares enfermos o heridos son rechazados tanto por sus propias unidades como por los hospitales japoneses de campaña, de ahí que los convalecientes se vean obligados a vagar a su suerte y sin rumbo definido por las selvas filipinas, viviendo del saqueo a la población nativa y del abuso de poder hacia compañeros de milicia (cuando no recurriendo al canibalismo, como se denuncia en la novela sin ningún tipo de pudor) con la esperanza de que, en el mejor de los casos, sean hechos prisioneros por las tropas estadounidenses. Y en esa poco edificante situación Tamura se dispone a recibir la muerte, que a él se le antoja próxima, pero nada más lejos de la realidad: a su pesar, deberá ser testigo de una dantesca galería del horror y el dolor en la que él, de nuevo involuntariamente, no podrá limitarse a ser un mero testigo, sino que el devenir de los hechos le llevará a ser un actor destacado en tan macabro espectáculo. Por si fuera poco, el hecho de que Tamura haya recibido en su infancia una educación cristiana (otro rasgo de excepcionalidad tratándose de un japonés) le lleva a sumirse en una serie de profundos debates morales sobre el drama que le ha tocado vivir. Y en una situación tan extrema para el cuerpo y la mente, el fantasma de la locura amenaza con hacer acto de presencia.

El resultado me ha resultado enteramente satisfactorio. La novela me ha recordado mucho a las del mejor Conrad, tal que El corazón de las tinieblas. Las descripciones que Ooka hace de un medio tan poco acogedor al género humano como es la selva filipina, me parecen tan plásticas, convincentes y rotundas como las que Conrad realizaba sobre el Alto Congo en la citada novela; y lo mismo digo sobre la recreación del horror que ambos espacios geográficos fueron capaces de albergar en distintos momentos del pasado. Se comenta en el prólogo, a cargo de José Jiménez Lozano, de la edición española de la novela (publicada por Libros del Asteroide en 2006 y traducida por Fernando Rodríguez-Izquierdo y Gavala), que Ooka se dejó mucho influir por Stendhal, y no digo que no sea cierto, pero desde luego también he visto mucho de conradiano en las páginas de esta novela.

Si hay que leer algo sobre el lado más siniestro del imperialismo japonés, ese algo puede ser este libro.



viernes, 16 de marzo de 2012

"Arenas movedizas", de Junichirô Tanizaki


Enganchado me encuentro al arte literario de Junichirô Tanizaki, a un nivel de adicción similar al del fumador empedernido que, con las brasas que aún brotan de la colilla del cigarrillo que acaba de consumir, enciende el siguiente pitillo y continúa, sin concederse tregua, con su programa suicida de inhalación de nicotina.

Y así, cuando aún perduraba el grato regusto que dejó en mi memoria la lectura de Naomi, abordé la lectura de 卍 (manji), novela que fue originalmente publicada por entregas en la prensa japonesa entre 1928 y 1930, y que se tradujo en castellano (traducción a cargo de Carlos Manzano, publicada por Ediciones Siruela) bajo el título de Arenas movedizas, expresión que en un pasaje de la novela emplea la protagonista, Sonoko Kakiuchi, para referirse al carácter insoslayable, envolvente y peligroso de su compleja situación sentimental, una situación que se inicia el día en que la señora Kakiuchi, mujer casada de la alta burguesía de la Osaka de entreguerras, decide matricularse en una escuela de arte, donde conoce a una joven llamada Mitsuko, que ejerce como modelo en dicha academia y posa desnuda para los aspirantes a artistas. Y nada, las dos se enamoran locamente, aunque luego el lector descubrirá que al principio quizás no tanto en el caso de Mitsuko, que tiene otros planes que ha calculado friamente (de nuevo surge en una obra de Tanizaki la figura de la mujer adelantada a su tiempo, dominadora, taimada y manipuladora), a la vez que surgen otros problemas adicionales, lo que hace que en el juego finalmente acaben entrando los dos hombres de estas mujeres (el marido de Sonoko y el novio de Mitsuko), y eso dará inicio a un complejo juego de relaciones a cuatro bandas que proporciona sentido al título original de la novela, porque Manji es el símbolo budista de cuatro aspas (卍), que en el caso de esta novela viene a representar la convergencia de las cuatro partes implicadas en la historia.

Título simbólico para una novela que también lo es: las historias de Tanizaki deben leerse siempre en clave conceptual más que al pie de la letra. Sigo pensando que los textos de Tanizaki, al menos los del primer Tanizaki, no son difíciles de leer, si bien en el caso de Arenas movedizas, he encontrado una cierta complejidad argumental, rozando lo detectivesco, bajo una especie de guerra de mentiras y contramentiras en la que combaten los cuatro personajes implicados y algún que otro cómplice de cierta relevancia como Ume, la criada de Mitsuko. Y, como siempre en Tanizaki, el sentido de la estética y de la belleza está siempre bien presente: no es casualidad que la pareja de mujeres enamoradas se conozca en una academia de arte y que la belleza sea el principal motor que haga evolucionar los acontecimientos.

Muy entretenida y envolvente en definitiva; uno de esos libros que, más que leerse, se devoran.

domingo, 11 de marzo de 2012

"Naomi", de Junichirô Tanizaki


Sigo avanzando en la lectura de la obra de Tanizaki (1886-1965). En esta ocasión tocaba Naomi (1924), originalmente titulada 痴人の愛 (chijin no ai), un título que podía inspirar traducciones mucho más rotundas que Naomi (el nombre de la protagonista), como por ejemplo El amor de un gilipollas, o incluso El amor de un capullo, que serían mucho más fieles al original y al espíritu que Tanizaki quiso imprimir a la novela, aparte de que comercialmente resultarían bastante más acertadas, porque un lector que se acerca a una librería, se topa con una pila de libros cuya portada lleva impresa en letras mayúsculas las palabras El amor de un gilipollas, y lo mínimo que hace es detenerse un minuto y tomar un ejemplar de esa obra en sus manos. Lo de Naomi, en cambio, queda bastante ñoño, para qué negarlo, y nos hace pensar, si no sabemos nada de Tanizaki ni de su estilo, en aquellas novelas europeas decimonónicas tituladas con el nombre de la heroína. Pero lo de Tanizaki no es lo de Balzac, ni lo de Zola, ni lo de Tolstoi. No es ni mejor ni peor: simplemente es diferente. Otra cosa es que los editores europeos logren entenderlo; pero eso ya no depende de mí.

De hecho, ni tan siquiera tengo claro si a la tal Naomi cabría calificarla de heroína o de villana, porque lo más probable es que no sea ninguna de las dos cosas. Naomi es una joven mujer (una adolescente diríamos hoy, o incluso una menor, pero recordemos que es el Japón de hace 90 años) que trata de vivir el tiempo que le ha tocado vivir e intenta adaptarse a lo que hay. Eran los tiempos de la era Taishô (1912-1926), que es cuando esta novela se escribe; tiempos que Japón vivió, como en la anterior era Meiji (1868-1912), en una atmósfera de constante cambio, de modernización y occidentalización (americanización), pero a la vez bajo una permanente mirada hacia atrás, hacia un pasado no tan remoto en que Japón aún cerraba sus puertas (no siempre rigurosamente ni al 100%) a personas e ideas extranjeras. Y en un Japón que se esforzaba en reinventarse, con mayor o menor fortuna, Naomi trataba de hacer exactamente los mismo: era una chica "moderna" y eso, que a veces despertaba admiración en algunos de sus compatriotas varones, en otras ocasiones podía provocar en ellos furibunda incomprensión, sobre todo si el varón le doblaba la edad, como era el caso de Jôji, el protagonista de la historia, que nos la cuenta en primera persona. Él se lleva a Naomi, cuando no era más que una chiquilla procedente de una humilde familia del barrio tokiota de Asakusa, que hoy será un sitio muy turístico y muy mono, pero en aquella época era lo peor de lo peor en la capital nipona: era el corazón del maleado y deprimido Shitamachi (los barrios bajos). Y Jôji, un asalariado que está más solo que la una, adopta el papel de "papaíto" educador y se la lleva a un mejor sitio, pero con el tiempo acabará convirtiéndose en el "varón domado"...

En fin, que como sucedía en Tatuaje, Tanizaki se revela como un maestro indiscutible en la creación de personajes femeninos atractivos, altamente seductores, inquietantemente dominadores y psicológicamente poderosos... Y como en aquella novela, hay elementos de carácter fetichista (muchas referencias a los pies de Naomi y la costumbre que tenía Jôji de lamérselos) que harán las delicias de más de uno. Si la obra de un autor tiene algo de autobiográfico, sospecho que a Tanizaki debía de irle bastante "la marcha", como también seguramente vivía agobiado y bastante desorientado, al igual que la mayor parte de sus compatriotas contemporáneos, en aquella década que, si bien muchos historiadores occidentales no dudan en llamar Roaring Twenties, para otros no fueron más que los Crazy Years, definición que resulta mucho más acertada cuando se habla de Japón, a juzgar por lo que se percibe en las páginas de Naomi: la locura colectiva alcanzaba cotas de verdadera esquizofrenia en los salones de baile del siempre elegante barrio de Ginza, que se llenaban de japoneses que se occidentalizaban de forma forzosa, artificial y bastante ridícula, simplemente porque era modern. Las descripciones satíricas de esos ambientes que Tanizaki nos lanza en las páginas de Naomi no tienen desperdicio. Y la vida en pareja de Jôji y Naomi, que para Jôji constituye realmente un sinvivir, no es más que una brillante metáfora que Tanizaki traza de ese Japón que estaba dejando de ser lo que hasta entonces había sido.

Quizás no sea lo mejor de la producción literaria de Tanizaki, pero en cualquier caso se trata de una obra asequible para el público general (rasgo a tener en cuenta en un autor que tiene fama de difícil, aunque hasta ahora a mí no me lo está pareciendo), muy envolvente merced a esa trama lineal, sencilla, pero fluida y equilibrada, que hace que el final de un capítulo te lleve irremediablemente a empezar el siguiente. Te gustará.