
Y es que, ¿podría haber un Estado más totalitario que aquél
que pretendiera controlar incluso los sueños de sus ciudadanos? Pues eso es lo que
propone Kadaré en El Palacio de los
Sueños: la existencia de un delirante ministerio que, en tiempos de un Imperio
Otomano en decadencia (se deduce que la acción transcurre a mediados o finales
del siglo XIX), se dedicaba a hacer acopio de los sueños de sus súbditos para
después tratar de interpretarlos por si pudieran pronosticar algún desastre que
afectara a la seguridad del Estado.
El protagonista es Mark-Alem, uno de los
funcionarios que trabaja para ese Palacio de los Sueños. Es un chico
perteneciente a los Qyprilli, una de las más ilustres familias del Imperio, una
saga de hombres de Estado que, sin embargo, nunca han visto al Palacio de los
Sueños con buenos ojos. Sin embargo, ello no es óbice para que Mark-Alem vaya
progresando en su carrera administrativa y que sus investigaciones sobre los
sueños del populacho otomano puedan traer repercusiones funestas para los
Qyprilli.
La comparación con Kafka suele ser inevitable. Buscas
en Internet, y sueles encontrarte con el adjetivo “kafkiano” asociado a esta
novela. No digo que no, aunque sinceramente, esa irrespirable atmósfera de
Estado controlador, opresivo y metomentodo se acerca más a la idea que tengo de
“orweliano” que de “kafkiano”. El Palacio de los Sueños se muestra al lector
como un exótico Gran Hermano a la otomana, capaz de succionar la esencia onírica
de su pueblo y de actuar en consecuencia: y al final al lector le queda la acongojante
sensación de que nada se puede escapar a tales tentáculos.
Se lee bien, se lee con gusto.