Poco a poco se van aportando granitos de arena en aras de hacerle justicia a Junichiro Tanizaki (1886-1965) en el mercado hispanohablante del libro. Aun así, su obra, una de las más originales que han dado las letras niponas contemporáneas, sigue gozando de menos presencia de la deseada en las librerías de España y Latinoamérica. Si hoy podemos acceder a la flor y nata de la obra tanizakiana, sin duda que básicamente se ha debido a la dignísima labor que llevan a cabo los de la editorial Siruela desde hace ya años. Sin embargo, no menos gratas son las sorpresas que me suelen proporcionar esas pequeñas y valientes editoriales que se lanzan a publicar modestas ediciones de algunos de los muchos breves relatos que Tanizaki escribió y que reflejan con alma de boceto, pero con la misma pasión y fino sentido de la estética que su obra mayor, los temas y obsesiones que configuran el particular imaginario de este elegante narrador.
En esta ocasión, la joyita procede de una para mí hasta ahora desconocida
Editorial Psicoanalítica de la Letra, con sede en México, y que en 2002 tuvo a
bien publicar en su colección Textos de me cayó el veinte dos cuentos de
Tanizaki, de dos épocas muy distintas de su actividad creadora, pero con todos
esos aspectos envolventes y apasionantes de su pluma y ninguno de los aspectos
“desechables” o menos atractivos. En definitiva, dos trabajos que te harán
feliz si ya conociste la felicidad leyendo a Tanizaki. Y si no la conociste
aún, ya hay algo que tienes que hacer antes de palmarla.
La historia del señor Colinazul (1926) es el primero de esos
dos relatos. Se puede saber que es de Tanizaki sin que te digan que lo ha
escrito él: los dos grandes temas que sobresalían en la obra tanizakiana de
los años veinte se dejan ver con total nitidez, sin ningún tipo de ambages: por
una parte su preocupación por la paulatina incorporación de elementos
culturales occidentales en Japón, aunque no exenta de cierta admiración hacia
lo americano (no tanto en el caso del propio Tanizaki, sino de sus personajes,
espejo de lo que había en el Japón de aquel entonces); y por otra parte la
obsesión fetichista hacia la belleza de la mujer o, mejor dicho, hacia
determinadas partes de la anatomía de la mujer. Esos dos asuntos se ven reflejados
de una manera casi existencial en la figura del singular personaje con el que
el protagonista, un director de cine llamado Nakada, casado con la actriz
principal de sus películas, se topa por azar en un restaurante de Kioto.
Insisto: Tanizaki muestra (aunque quizás sería mejor decir que caricaturiza o
ridiculiza) una clara apreciación hacia lo occidental por parte de muchos
japoneses de aquella época. Se ve cuando el personaje del restaurante comenta
“La mayoría de los directores japoneses están muy atados a un estúpido
sentimentalismo”, o “¡A quién le importa si sus películas son copias de
Hollywood cuando son entretenidas!”. Pero el discurso comparativo entre Japón y
América alcanza su cenit cuando el personaje del restaurante sienta cátedra
ante el director Nakada sobre las peculiaridades anatómicas de la mujer
japonesa y la occidental poniendo como ejemplo a Yurako, la actriz y esposa del
cineasta. Ya sabemos que en esta época Tanizaki empieza a tomar conciencia de
los grandes valores que la cultura tradicional japonesa tiene, pero la huella
de autores occidentales como Edgar Allan Poe sigue resultando bastante evidente
en cuanto a que es un relato donde tienen cabida a grandes dosis tanto la
sorpresa y la tensión como lo canallesco.
Os aseguro que no os dejará indiferente. Los usos y costumbres de
ciertos obsesos sexuales y de los fans de las grandes estrellas
cinematográficas de la época, de ser cierto lo que nos describe Tanizaki, son
para alucinar…
En unos días comentaré Sueños de bióxido de manganeso (1955),
el segundo de los relatos que integran estas Dos miradas malévolas.
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