Vivimos en el reino de los lectores justos, así que había que concederle una segunda oportunidad a Miyuki Miyabe, después de que su Juego de rol no me satisficiera lo suficiente. Me habían dicho que Fuego cruzado era la obra de referencia de esta autora, la que había que leer de forma prioritaria por encima de todas las demás. Y lo que me he encontrado es con el patrón del que luego Miyuki Miyabe se sirvió para escribir Juego de rol y, probablemente (tendría que leerlas para prescindir del “probablemente”), las otras dos novelas que configuran su tetralogía de Tokio. Y esa horma parece querer trasmitir a la obra consecuente todas sus virtudes (las pocas que yo consigo ver) y todos sus defectos (abundantes para mi gusto).
Lamento no haber podido detectar en la obra de
Miyabe los elementos de disfrute y de positiva apreciación que muchos han
sabido encontrar, según se observa en Internet a poco que te metas en el Google
a buscar blogs literarios que contengan críticas y reseñas de Fuego cruzado. Las alabanzas a la novela
abundan: que si es como Stephen King, que si la novela negra y la de terror se
dan de la mano en inigualable maridaje, etc.
No digo que no. Pero a mí, si se me pide sinceridad,
he de decir que, más que Stephen King, en Fuego
cruzado he creído ver una versión nipona de la novela negra escandinava más
sosa y menos creíble, o sea, la novela tipo Stieg Larsson (y que me perdonen
los incondicionales de Millennium),
con heroína vengativa invencible en sus dotes (siempre por encima de lo que la
realidad y el sentido común aceptan por tolerable) e insuperable en los niveles
de mala leche que llega alcanzar en su labor vengadora, aunque siempre se trata
de una venganza y una mala leche de las políticamente correctas, es decir, que las
víctimas de su cólera son personas de esas que a la gente de bien no le gustaría tener como vecinos:
militantes de extrema derecha, maltratadores de mujeres, violadores, mafiosos
varios, etc. Ver cómo un indeseable muerde el polvo es un planteamiento temático que seduce a la gran masa del público y le hace pensar cosas como que lo que lee también debería suceder en la realidad y que en España nos ha faltado una guillotina...
En este caso, las dotes de Junko Aoki, la protagonista, son las de la piroquinesis, palabreja con la que se designa la facultad que ciertas personas, al parecer, tienen de provocar incendios por medio de la mente, y que no debe haber muchas en el mundo, pues de haberlas, y en los tiempos de indignaciones varias en que vivimos, ardería Troya (y nunca mejor dicho). Por eso mismo me sorprende que una niñata con semejantes poderes se limite a ajustarle las cuentas a cuatro criminalillos de mala muerte, pudiendo aspirar a convertir parlamentos y sedes bancarias en monumentos falleros… Claro, sucede que Miyuki Miyabe es japonesa y no española (o de cualquier otra nacionalidad donde la vida no sea Bambi), de ahí que, sumida en su peculiar y naíf cosmogonía nipona, la quintaesencia del mal quede personificada en una banda de macarrillas barriobajeros. En fin, que a poco aspiran los vengadores japoneses dotados de superpoderes.
La detective Chikako Ishizu, verdadera protagonista
de la tetralogía de Tokio de Miyuki Miyabe, tampoco le va a la zaga a Junko
Aoki en cuanto a corrección política y a ausencia de elementos canallas: no
tiene problemas con el alcohol, ni con el tabaco, ni enfermedades chungas, ni
vicios merecedores de sonrojo, ni marido
putero, ni tan siquiera hijos que saquen malas notas. No hay cosa más sosa que un policía íntegro
y exento de graves problemas personales protagonizando una novela negra, aparte de que esa integridad y serenidad de espíritu resulta menos creíble
aún que la piroquinesis de Junko Aoki.
De todas maneras, al igual que paso factura a lo
malo de este novela, aprovecho para elogiar su lado positivo: también en la línea
de Stieg Larsson, Fuego cruzado constituye
un termómetro social bastante certero (y en ese sentido, sí hace honor al
concepto de novela negra). En más de una ocasión se le mete el dedo en la llaga
a la sociedad japonesa contemporánea, denunciando algunos de sus aspectos más oscuros
como el crimen organizado, el maltrato y la violencia de género, la soledad no
deseada, problemas que ya resultan algo tópicos y manoseados en la narrativa y
el cine japoneses de hoy, pero no por ello dejan de ser ciertos. Ya solo por
eso no considero tiempo perdido la lectura de este trabajo.
Además, supongo que, por encima de todo, la novela
fue concebida para entretener y al parecer a muchos entretiene, así que
cumpliría con sus objetivos. En definitiva, la Miyabe debe de sentirse contenta.
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