Para empezar el año, y aprovechando el paréntesis de unas vacaciones que parecía que no iban a llegar nunca, hice lo que llevaba ya un tiempo tratando de hacer: respirar literariamente hondo y sumergirme en la lectura del Genji Monogatari, que ya iba siendo hora. Y lo hice a través de la versión española de Xavier Roca-Ferrer, publicada por Destino (formato grande) y Austral (formato bolsillo) bajo el título de Novela de Genji y presentada en dos tomos, uno para cada una de las partes en que se divida la novela: Esplendor (primera parte) y Catástrofe (segunda parte).
Para los pocos que la desconozcan: Genji
Monogatari es uno de los hitos de la literatura japonesa; una novela
milenaria (milenaria en años y en páginas) escrita a finales del siglo X o
comienzos del siglo XI por la cortesana Murasaki Shikibu, y cuya trama gira en
torno a la figura del príncipe Genji, sus descendientes, y las conquistas
amorosas de todos ellos, que fueron unas cuantas.
Había pospuesto en varias ocasiones la aventura de leer la obra de
Murasaki Shikibu básicamente por culpa de los prejuicios que nos pueden surgir
a los lectores comunes, a saber: “es una obra demasiado larga”, “seguro que es
un rollo”, “a lo mejor no se entiende”, etc. Para colmo, tampoco resulta demasiado
motivador descubrir que la gran mayoría de los japoneses con los que uno se
relaciona afirman que todavía no han leído el Genji Monogatari o que, como mucho, lo han leído de manera
fragmentada o en versiones escolares adaptadas para niños y adolescentes, o
incluso en formato manga. Sin embargo, para mi sorpresa me he encontrado con
uno de los clásicos de la literatura mundial más accesibles al lector de hoy, o
al menos así lo he percibido yo. Acabas encontrando muchos rasgos de
contemporaneidad en el arte literario de Murasaki Shikibu, quizás porque las
páginas del Genji Monogatari no
cayeron en saco roto en épocas posteriores ni en culturas ajenas a la japonesa.
Pero lo que percibe el lector no especializado que se anima a leer el Genji Monogatari es que su autora no era
una simple cortesana palaciega que para matar el aburrimiento se ponía a
registrar por escrito los cotilleos de la corte. Ni muchísimo menos. Por el
contrario, una de las cosas que más nos puede llegar a sorprender es el enorme
oficio que, como escritora, Murasaki Shikibu demuestra tener a lo largo de la
obra. Desde luego, no es nada sencillo componer una historia con unos 450
personajes y una trama que se extiende a lo largo de medio siglo. Y ese enorme
oficio de Murasaki resulta doblemente meritorio teniendo en cuenta que la
novela se estrenaba mundialmente como género (eso si eres de los que consideras
que El asno de oro de Apuleyo no es
una novela sino una colección de relatos, porque yo soy de los que ve aquel
texto latino más como lo primero que como lo segundo), o sea, que la Murasaki
no tuvo la oportunidad de aprender a hacer novela leyendo a los grandes
maestros de la narrativa mundial. Por el contrario, más bien sería ella la que
podría haber enseñado algún que otro “truquillo profesional” a Cervantes,
Victor Hugo, Dostoievsky, Tolstoi, etc. (y puede que a los dos últimos se los
enseñara, ya que los rusos de finales del siglo XIX e inicios del XX estaban
bastante al corriente, por la cuenta que les traía, de lo que intelectualmente
se cocía y se había cocido en el vecino y amenazante Japón). La Murasaki sabía
lo que se tenía entre manos; no era ni por asomo una dominguera de las letras. Sorprende
y resulta admirable el comentario “metaliterario” que Murasaki pone en boca de
su príncipe Genji en el capítulo 25 de Esplendor:
“[…] yo mismo me dejo ganar con frecuencia por las emociones que aparecen en
los libros si están bien descritas, y por las aventuras, si el autor ha sabido
tejerlas con destreza. Resulta perfectamente posible tener conciencia de que
todo ello es solo el producto de la invención de un autor y, al mismo tiempo,
sentirnos conmovidos o arrastrados por el interés de la historia. […] El gran
autor es capaz de deslumbrarnos hasta borrar nuestra incredulidad primera.
Luego, al evocar las emociones experimentadas, quizás nos avergoncemos de haber
tomado en serio tantos dislates, pero al escuchar la historia por primera vez,
seguramente nos ha parecido la cosa más fascinante del mundo… A veces, cuando
las azafatas de mi hija le leen historias, me paro a escucharlas y casi siempre
me admiro del talento de nuestros autores. Probablemente escriben tan bien
porque han adquirido el hábito de mentir, aunque supongo que hay bastante más
que eso”. ¿Me pasa solo a mí o hay alguien más que encuentre similitudes entre
este discurso y el que emplea Mario Vargas Llosa cuando se pone a exponer lo
que de verdadero tienen esas mentiras que llamamos novelas? Pues eso, que la
autora del Genji Monogatari no se
había caído de ningún guindo literario.
Tan fascinante como la figura de Murasaki me parece la de Genji, el
protagonista de la historia, todo un personaje. Yo de mayor querría ser como
él, y vivir en la sofisticada y despreocupada corte de Heian, al menos tal y
como la retrata Murasaki en su novela. Desde luego, siendo varón y aristócrata
(el pueblo solo existía para producir arroz y satisfacer el pago de tributos),
vivir en aquella Heian Kyo (nombre que recibía la actual Kioto en tiempos de
Murasaki) debía ser lo más parecido a residir en el paraíso: en una sociedad
sumida en una paz crónica y carente de convulsiones políticas graves, aquellos
aristócratas no parecían aburrirse demasiado, pues dedicaban sus días y sus
noches a componer y recitar versos, a tocar el koto u otros instrumentos y,
sobre todo, a andar detrás de toda criatura del sexo opuesto. Así era Genji en
sus años más mozos: un pijo irresponsable de hace mil años rodeado de mujeres
de todo tipo y más feliz que una semana con siete domingos. Luego, a medida que
Genji va avanzando en edad, la cosa se va torciendo. Por eso mismo me ha
gustado más la primera parte de la obra (Esplendor)
que la segunda (Catástrofe), porque
es la que trata toda la sucesión inagotable de amoríos de Genji. De todas
maneras, Catástrofe no le va a la
zaga, y tras la muerte de Genji llegan las aventuras en la ciudad de Uji de los
descendientes de este, que son su falso hijo Kaoru (a Genji también se la
pegaban) y su nieto Niou, quienes se lían con varias mujeres, entre ellas con
Ukifune, una chica sensible que va a cobrar un fuerte protagonismo al final de
la novela y cuya historia va a arrancar las mejores páginas de Catástrofe, y eso es precisamente lo que
me ha encantando de la segunda parte del Genji
Monogatari: que va de menos a más, y que lo que prometía ser un aburrido
ladrillo acaba resultando emocionante, enternecedor, lírico, una navegación
literaria de lo más placentera.
En definitiva, nos encontramos ante una obra de peso, un clásico, de
la que podemos aprender de usos y costumbre del tiempo en que se escribió, pero
también recibir enseñanzas universales e intemporales, válidas en cualquier
momento y lugar, como sucede en toda obra maestra. Una obra original, pura,
pero capaz de influir enormemente en la narrativa mundial posterior, y probablemente
en lo que no es la narrativa (ahora no dejo de ver paralelismos entre el Genji Monogatari y las series de
televisión romántico-históricas coreanas, aunque estas últimas resulten más
superficiales y ñoñas). Y eso es un valor añadido tratándose de una obra
surgida en Japón, porque generalmente (sobre todo si hablamos de narrativa
contemporánea) se aprecia el influjo de los autores occidentales sobre los
japoneses, pero rara vez se habla de obras o autores japoneses que influyan
sobre los creadores de otros países: el Genji
Monogatari parece ser una de esas excepciones. Lo que es evidente es que
uno no deja de encontrar razones para leer este monumento literario. ¿Quieren
ustedes más razones? Disfruten con estas citas:
“Lo excepcional es el hombre que alcanza cierta edad habiendo sido
fiel solo a una mujer. ¿Has oído hablar del marido “calzonazos”? ¿Sabes cómo se
burla le gente de esa clase de hombres? Por otra parte, la mujer que ocupa un
lugar de privilegio entre unas cuantas rivales es más digna de admiración que
la que se guarda el marido para ella sola. Y, además, su vida resulta mucho más
divertida y emocionante…” (capítulo 39, en boca de Yugiri)
“¿Qué realidad tiene el mundo? La misma que la efímera. Visto y no
visto.” (capítulo 52, en boca de Kaoru)
“Nada es eterno, solo el cambio existe… Nos guste o no, así es el
mundo.” (capítulo 53, en boca de la hermana del monje Sozu)
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