Aunque solo sea por el escenario asiático en que tiene lugar todo lo que en sus páginas se cuenta, este ensayo chejoviano merecía una entrada en esta bitácora. Debo reconocer que no me encuentro entre el cada vez mayor número de adeptos al arte literario de Chéjov: apedréenme si lo desean. Sus relatos de fama y reconocimiento mundial siempre me han parecido, en su mayoría, ejemplos de un humor algo chocarrero, chabacano y facilón. Supongo que esas historias harían mucha gracia en la Rusia de hace poco más de un siglo, pero he de sincerarme y decir que a mí pocas veces han llegado a producirme siquiera la más leve tensión de hilaridad en mi musculatura facial. Y en cuanto a su teatro, me sigue convenciendo más el que hacía su contemporáneo Ibsen. Síganme apedreando.
Sin embargo, con La isla de
Sajalín por fin he podido (o he sabido) captar esa grandeza de Chéjov que
en otros de sus textos no atisbaba ni de lejos. Aquí uno descubre a un autor
concienciado ante un problema de su tiempo, y a la vez apasionado ante lo que
cuenta y, rizando el rizo, capaz de construir una historia de las que atrapa,
quizás por lo real del asunto tratado (en este caso se aceptaría con gusto el
tópico de que la realidad supera la ficción); quizás porque todo está muy bien
contado, y aquí hago un acto de justicia, me quito la boina y reconozco la
responsabilidad de Chéjov en ese brillante resultado.
Pocas descripciones tan rotundas y convincentes he leído yo sobre lo
que es el horror; pero el horror de verdad, no el que surge de una delirante
imaginación, ni el horror expresionista e histéricamente inflamado que surgía a
grito pelao (“¡El horror, el
horror!”) de la boca de Kurtz, el estremecedor personaje con que Conrad bordó
su El corazón de las tinieblas. El
horror que Chéjov encuentra en Sajalín es el que emana de las delirantes
imaginaciones de los burócratas y políticos rusos, que fueron los que hicieron
posible el terrorífico álbum de estampas literarias que el escritor recopiló a
lo largo de su periplo por la isla a finales del siglo XIX. En efecto, a través
de la narración chejoviana, la isla de Sajalín se muestra a nuestros ojos como
ese lugar donde no nos hubiera gustado haber estado, ni siquiera en una fugaz
escapada de fin de semana. Puede que hoy Sajalín sea un emplazamiento
inolvidable para las vacaciones de verano (y esto tampoco lo sé a ciencia
cierta, es pura elucubración), pero Chéjov nos deja bien claro que en el año
1890 no hubierais elegido Sajalín como destino para vuestra luna de miel, salvo
que vuestra intención fuera conseguir durante el viaje el divorcio o la
viudedad.
Si se supera la deprimente descripción de la situación, La isla de Sajalín sirve como
difícilmente superable testimonio y documento de lo que fue todo un territorio
convertido en prisión, algo con lo que algunos estados experimentaban por aquel
entonces, con los deplorables resultados que se pueden percibir a lo largo de
las páginas del libro: brutales torturas generalizadas, ausencia absoluta de valores
éticos, abusos de poder, corrupción, familias e individuos destrozados, enfermedades, locura, prostitución, alcoholismo, y un ineficaz
a la par que absurdo programa de colonización, pensado con los pies, y que te permite entender por
qué Japón, con una mentalidad mucho más práctica y racional, lograría ejecutar
con mayor éxito que Rusia sus planes de repoblación y explotación del territorio
una vez que Japón obtuvo el control político y militar de la mitad meridional
de la isla (eso sucedió en 1905, tras el final de la guerra ruso-japonesa). De
los japoneses que ya a finales del siglo XIX habitaban el sur de Sajalín bajo
control ruso nos habla Chéjov. Parece que los rusos los miraban un poco por
encima del hombro (otro error de aquellos “burrócratas” empapados en vodka
barato). Y no menos deprimente puede llegar a ser el retrato que Chéjov realiza
de las etnias indígenas de Sajalín.
En definitiva, una obra de esas que ahora llaman necesarias y que te
puede reconciliar con Chéjov si a ti tampoco te hacía mucho tilín este autor. Ahora
sí me gustas, Anton.
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