Pocas
veces me he encontrado con universos literarios como el de Tanizaki. Y sé que
no solo me pasa a mí. Lo cierto es que, una vez que el lector se sumerge por
primera vez en su cosmovisión de sentimientos, estética y su nada convencional tratamiento
de la sexualidad y de las relaciones humanas que en virtud de todo ello se
establecen, resulta muy difícil conformarse con esa primera lectura: uno
siempre va a querer leer más, mucho más.
Dejándome
llevar por ese inagotable hechizo, acabo de terminar la lectura del undécimo
libro de Tanizaki en lo que llevamos del presente año. Se trata de La llave, uno de sus últimos trabajos,
publicado en 1956. Me habían hablado muy bien de esta novela, y lo cierto es
que no me ha decepcionado, porque en sus páginas parece recuperar el carácter
tergiversador y depravado de su bibliografía más temprana. Y en lo estilístico,
un retorno a la economía en los recursos del lenguaje, a primacía de la
sensación sobre la narración, al impresionismo sobre el naturalismo. Por lo que
cuento, es fácil deducir que Las hermanas Makioka (1949) no me gustó demasiado, pero me aventuro a sospechar que a
Tanizaki no le gustó mucho más que a mí, o al menos debió encontrarse en
terreno ajeno como para pocos años después regresar con La llave a retomar sus viejas identidades literarias.
El
planteamiento estructural resulta original: la novela se construye sobre dos
diarios personales, el de un marido y una mujer, que van intercalándose a
medida que se desarrolla, de forma completamente lineal, la acción de la
novela. En ambos diarios se guardan los secretos íntimos de uno y otro
protagonista, pero con el morboso ánimo de que lo que en ellos escriben pueda
ser leído clandestinamente por su pareja. De esta forma descubrimos que al marido,
un cincuentón que ha perdido buena parte de sus ya de por sí escasos bríos
sexuales, gusta mucho de drogar o emborrachar a su esposa para luego, una vez
anestesiada, hacer con ella todo lo que le apetezca, que básicamente es besarle
los pies o tomarle fotos… La mujer, once años más joven que su esposo, no se
queda corta en su catálogo de “especialidades”, pues toma como amante al hombre
que aspira a ser el prometido de la hija de esta señora y su marido… Y éste,
que es sabedor del lío de su cónyuge, no solo no se enfrenta al amante, sino
que descubre que los celos le “reactivan” el ánimo y entonces hace al querido
de su mujer partícipe de sus fechorías fetichista-fotográficas…
Pues
eso, una historia intensa y adictiva por lo que tiene a partes iguales de verosímil
e inverosímil. Recuerda mucho a la también tanizakiana Arenas movedizas (Manji),
otra obra cumbre del amor a cuatro bandas (en el caso de La llave esa complejidad en las relaciones solo se percibe en el desenlace de la novela), con mujeres fuertes, dominantes,
mejor ubicadas en la realidad a todos los niveles que el prototipo de hombre débil,
manipulable, obseso, perdedor fracasado y cornudo que suele ejercer el papel de
protagonista masculino de las novelas y relatos de Tanizaki.
La
novela se ve coronada con un acertadísimo y coherente final que afirma todos
estos principios.
Una
obra donde Tanizaki de nuevo es capaz de darnos una lección sobre la paradójica
complejidad de la sencillez; sobre cómo con elementos escasos (escasa extensión
de los textos, escasos rudimentos descriptivos, escasos escenarios y escaso
cuadro de personajes principales) se puede crear una nutrida gama de matices portadores de
sensualidad y de estética, así como el planteamiento de un abanico de
conflictos humanos que van evolucionando ante el lector casi sin que éste se dé
cuenta a medida que va navegando por las páginas del texto. De ahí que la
navegación a bordo de Tanizaki siempre resulte tan placentera.
Es una pasada esta novela, creo que es mi favorita de Tanizaki :) :) :)
ResponderEliminarPor cierto, hoy he empezado a leer una novela de Yôko Ogawa, El anular, tiene buena pinta :)
De verdad que Tanizaki a mí cada día me impresiona más. Tomo nota del título de Ogawa que citas ;) ¡Y muchas gracias por comentar!
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