Cuando
se vive en Japón y se leen libros así, aun sabiendo que se trata de libros de
ficción, uno no puede dejar de reflexionar sobre el sentido de su estancia en
este país y si algún día acabará encajando en su complejo engranaje social y
aceptando por completo todas y cada una de sus cláusulas y peculiaridades,
incluso las más chocantes y nocivas, que a pesar de todo ahí están, presentes e
insoslayables. Cuando uno lee Grotesco en
un atestado vagón del metro de Tokio, no puede hacer otra cosa que lanzar
alguna que otra fugaz mirada a quienes le acompañan y preguntarse: “¿Dónde me
he metido?”
Grotesco (2003) es una de esas novelas que tienen la
virtud de retratar con brillantez y sin pretensiones eso que ahora nos da por
llamar “el mal rollo”. Más allá de la historia de un crimen ya anunciado desde
las primeras páginas (el de dos prostitutas que habían estudiado en el mismo
instituto), Grotesco me ha parecido
un catálogo del odio, de lo diversa y rica en matices que esta emoción humana
puede llegar a ser, y de lo poco que en realidad podemos llegar a hacer contra
ella: nadie está a salvo del odio, y el que crea que sí es un iluso que lee
demasiado a Paulo Coelho. Y además se trata de un odio que viene dado por el
profundo determinismo en que parece encontrarse sumida la sociedad japonesa, al
menos tal como lo plantea Kirino en este trabajo: da la sensación de que cada
uno tiene un sitio ya asignado en función de lo que tiene o de lo que puede
ofrecer (o de lo que tienen y pueden ofrecer sus familias), y es muy difícil,
si no imposible, tratar de hacer algo por superarse a uno mismo; y resulta
mucho más complicado aún tratar de competir contra quienes han de estar por
encima de uno en esa jerarquización tan férrea establecida por el sistema, ya
sea porque tienen más dinero que uno, porque son más guapos que uno, porque
sacan mejores notas que uno o porque tienen una sangre menos mestiza que uno
(quien haya leído la novela, entenderá). Y el papel que en ese sentido juega el sistema educativo es bastante desolador. Desde luego, las escuelas (al menos cierto tipo de escuelas elitistas) no salen muy bien paradas de Grotesco. Ante tales premisas, es lógico que a
quienes les toque desempeñar el papel de perdedores o de menos favorecidos acaben
fraguando intensas dosis de resentimiento y odio hacia quienes están por
encima.
Pues
eso, mal rollo y odio a raudales: justo lo que una buena novela negra necesita.
Para pensamientos en positivo ya tenemos los encuentros de la juventud con
Benedicto XVI, los cursos de autoempleo para parados de larga duración del INEM
y las canciones de AKB48. Muchos dirán que a esta novela le falta la presencia
del clásico detective cínico y algo chuloputesco,
a lo Philipe Marlowe, para ser una novela negra como dictan los cánones. Yo,
muy al contrario, me alegro de ver que hoy en día es posible desembarazarse de
la herencia de Chandler y Hammett y poder abordar con intensidad, originalidad
y gracia literaria la esencia del crimen y la naturaleza criminal. Los clichés
de género están precisamente para tenerlos en mente y tratar de recurrir a
ellos lo menos posible, y Kirino en ese sentido se muestra de lo más solvente.
Y es
que por encima de todo, lo que más me ha gustado de Grotesco es la maestría narrativa que posee la autora, Natsuo
Kirino, la misma maestría que ya supo mostrar años atrás en Out (1997). En esta ocasión, la historia
se nos va revelando a través de los diarios, cartas o declaraciones de todos
los implicados en el asunto (las dos prostitutas asesinadas, el presunto
asesino y otras personas relacionadas con ellas), mientras que la narradora
principal es la hermana de una de las prostitutas y ex compañera de clase de la
otra. Todos mienten, o todos cuentan verdades a medias; quizás la peor de todas
esas voces sea la de la narradora, que muestra un odio y un rencor inusitados
hacia todos los demás participantes en la trama (a excepción de su abuelo, con
quien vivió durante su adolescencia y a quien manifiesta algo de aprecio).
Textos tan subjetivos y tan cargados de falsedades y resentimientos ofrecen al
lector un esfuerzo de lectura añadido que es de agradecer: me molestan esas
novelas-papilla que ahora están tan en boga y donde se lo dan al lector todo
mascadito. En fin, una estructura narrativa muy atractiva y muy
inteligentemente montada, con la subjetividad y la diversidad de puntos de
vista como bandera: no he podido evitar pensar en los relatos de Akutagawa,
principalmente en Rashomon, que sin
duda habrán influido en el proceder literario de Natsuo Kirino. Además, se nota
una mayor clase en la recreación de ambientes por parte de la autora, que ya no
recurre a esos excesos gore que
manejaba en Out; y ni falta que le
hace, porque en Grotesco sigue mostrándose
como una maestra en la descripción de todo lo sucio, y hablamos tanto de
suciedad moral como suciedad ambiental: el lector palpará y sentirá el lado más
inmundo y menos presentable del Japón de hoy, y siempre codeándose
irreverentemente con ese Japón superficial de dinero a espuertas, marcas y
pijerío.
Y ya
está; no pienso hacer una sinopsis de la novela ni revelar detalles de su
argumento, porque para eso ya está la Wikipedia y la contraportada del libro. Solo
diré que es una de esas novelas que harán deteneros en cada página y os
permitirán reflexionar sobre lo que hay, y puede que incluso sobre vosotros
mismos. Una página os llevará a la siguiente y, si os encontráis en el
Hemisferio Norte, habréis encontrado una bonita forma de dar carpetazo al
presente verano.
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