Ya lo saben: otra vez Haruki Murakami se quedó sin el Nobel. Y, aprovechando que sus incondicionales fans prorrogan su año de duelo oficial (y ya van ni se sabe cuántos) por la no obtención de tal galardón por parte de su ídolo, venía bien publicar esta reseña. Y de paso, recordar los vaticinios de grandes “profetas” del mundo (bueno, de El Mundo) como Sánchez Dragó y Vasconcellos, que hace un año auguraban mejor suerte para Murakami tras la publicación de su Los años de peregrinación del chico sin color.
Menos mal que no solo me pasa a mí. Hace meses, mientras me desayunaba, leía unas declaraciones de Gao Xingjian, ese premio Nobel francés que sin embargo escribe en chino, porque realmente es chino, a pesar de lo que diga su pasaporte y la Wikipedia: “El posmodernismo ha sido catastrófico, es una ideología que ha influido muchísimo en la manera de crear y de pensar. Pero ¿qué es el posmodernismo? Está vacío de sentido, como modelo, lenguaje, en sentido gramatical. Es un callejón sin salida…”
Entiendo esa desazón, por haberla sufrido en carnes y retinas propias, que Gao Xingjian padece al enfrentarse a ese vacío, a la más desesperanzadora nada, a la angustia de encontrarte, tras la lectura de un libro, más desposeído de lo que estabas antes de empezar a leerlo. Y en consonancia con ese pensamiento, a veces pienso que me va la marcha, que me gusta flagelarme sin piedad y al final siempre acabo con el último libro de Murakami en las manos, a pesar de que me había jurado a mí mismo: “¡Nunca más!”
Pero no. Reincidí. Acabé leyendo la nueva, poco edificante y menos congruente historia de Tsukuru, ese chico sin color que tenía cuatro amigos en el instituto, cada uno de los cuales se identificaba con un color. Una pena que esos colores no coincidan del todo con los colores del parchís, porque mi hilaridad hubiera ido en aumento al recordar en la coincidencia a Parchís, aquel grupo musical compuesto por cinco niñatos (uno de ellos vestía de blanco: era “el chico sin color”) con el que el que sistema trató de fosilizarme las neuronas durante mi tierna infancia, aunque afortunadamente supe reaccionar a tiempo.
Han tratado de convencerme de que la culpa es mía, que no disfruto del arte de Murakami por carecer de la suficiente capacidad intelectual para discernir la delgada línea roja que separa los sueños de la realidad, o por no saber penetrar en el alma del pueblo japonés, etc. Es posible. Pero, qué queréis que os diga, me convence muy poco la historia de un chico que tenía cuatro amigos, los cuales un buen día dejan de hablarle y sin darle razón alguna, y luego, muchos años después, y como por arte de magia, acude a verlos porque así se lo recomienda una chica tras un buen polvete, y descubre que en esa ocasión sus amigos sí le hablan y le tratan amistosamente como si veinte años no fueran nada, y de paso le recuerdan que dejaron de hablarle porque había violado a una de las chicas del grupo. En el mundo real la gente viola y se enfrenta a penas de prisión, a veces incluso de muerte. En Murakami violas y tus amigos dejan de hablarte, pero dos décadas después prescribe el delito y vuelven a dirigirte la palabra. Y Murakami se queda tan ancho escribiendo tales historias, y su público reclama el Nobel y anuncia suicidios colectivos si no se lo conceden.
Esta es la novela que encandila a toda la humanidad. Por eso cada día adoro más a los animales. Menos mal que no solo me pasa a mí.
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