sábado, 29 de agosto de 2015

"El cuento de un hombre ciego", de Junichirô Tanizaki

 
A mí, cuando un autor al que frecuento suele salirse de lo que es su línea literaria habitual, la reacción que me provoca por lo general es grata, porque lejos de decepcionarme por no ofrecerme un poco más de lo mismo (que sería lo deseable para un fan, pero no para un lector), me asombro ante la versatilidad de quien ya se ha ganado mi admiración y su desbordante capacidad para darle una vuelta más a la tuerca de su creatividad, a su repertorio temático y a su universo literario.
 
Así me he sentido yo al leer El cuento de un hombre ciego (1931), de Junichirô Tanizaki (1886-1965). Es posible que para muchos de los lectores que frecuentan la obra de este escritor, pueda resultar algo sospechoso (“¿Pero de verdad esto es de Tanizaki?”) que en ciento veintitantas páginas de novela corta, Tanizaki no haga ni la más mínima concesión a ninguno de sus temas capitales, como son el de la mujer dominante o el fetichismo de pies u otras curiosas filias. Cierto es que, como bien advierte la contraportada de la edición que manejo (primera edición, de 2010, de la colección Libros del Tiempo de Ediciones Siruela: como es norma en ellos, se trata de una edición cuidada y elegante, se diría aristocrática, de esas que pueden impulsar al lector a caer en otro tipo de fetichismo, que es el de los libros en papel hechos con más amor a los libros en sí que a los beneficios económicos que estos puedan reportar), se aborda la cuestión de la devoción ciega, tema que Tanizaki borda poco tiempo después con la publicación de Retrato de Shunkin (1933), pero lo borda precisamente por entroncarlo por aquella relación de dominio-sumisión que se establece entre la acomodada Shunkin y su fiel criado Sasuke, lo que ya constituye un asunto plenamente tanizakiano: recordemos que Sasuke es capaz de llegar a la automutilación para satisfacer a su señora, pero también como gesto de amor... En El cuento de un hombre ciego la cosa no llega tan lejos y la relación entre ama (la baronesa Oichi) y criado (el masajista ciego que narra la historia años después de lo sucedido) es mucho más prosaica. No parece que lo suyo llegue en algún momento a ser amor, sino una simple relación entre la señora de una gran familia feudal japonesa de finales del siglo XVI y el masajista que atendía las dolencias de aquella mujer, cubierta por el halo de extrema fidelidad que envolvía todas las relaciones humanas en aquella sociedad y durante aquellos años. Sería devoción ciega la actitud que adopta nuestro (y valga la redundancia) invidente héroe, pero tal devoción no entra dentro de la salvaje y radical excepcionalidad de Retrato de Shunkin, sino que entra en algo mucho más ordinario como es la voluntad de servicio.
 
Ordinario, pero no ordinariez. Tanizaki se sale de lo que es habitual en él, pero demuestra que cuando toca navegar por aguas menos frecuentadas, no solo no pierde el norte, sino que incluso es capaz de fondear en los mejores puertos. El resultado es una vibrante novela histórica como pocas he leído sobre las cruentas guerras civiles que azotaron Japón a finales del siglo XVI e inicios del siglo XVII, y hay publicadas unas cuantas sobre ese asunto. Se observa un esfuerzo de Tanizaki por ofrecer al lector fidelidad ante los hechos históricos, pero ello no es óbice para que la ficción, representada en la novela mediante la figura del masajista ciego narrador y el universo de su privacidad, conceda el punto de belleza estilística necesaria para enganchar al lector y le imprima a la historia un punto de emotividad que convierten a este trabajo de Tanizaki en uno de los más logrados de su carrera (al menos de lo que llevo leído de su nutrida bibliografía). Yo creo que gustaría incluso a quienes no han conseguido apreciar o valorar en su justa medida la obra de Tanizaki: si yo fuera uno de ellos, me atrevería a leer esta novela, porque merecería la pena.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario