Lo mío con la literatura de Tanizaki está empezando a alcanzar el grado de vicio, de incontrolable adicción. Será quizás porque comparto sus inquietudes estéticas y su refinado gusto hacia las relaciones humanas y sentimentales atípicas o poco convencionales como las que él suele escoger, todas ellas dignas de ser noveladas. Lamento que pronto llegará el momento en que se me agote la munición literaria de Tanizaki. Pero bueno, cuando eso suceda ya no me quedarán más excusas razonables para seguir posponiendo la lectura de 1Q84, así que no hay mal que por bien no venga...
Como ya hiciera un año antes en El cortador de cañas, Tanizaki retrocede a los años iniciales de la era Meiji (último tercio del siglo XIX más o menos) para ambientar la historia de Shunkin y Sasuke, la pareja protagonista de Retrato de Shunkin (1933). Y lo hace mediante una técnica narrativa que a mí se me antoja muy moderna, muy adelantada al tiempo en que escribía Tanizaki (es lo que tiene este autor de genial), viendo sobre todo lo tan en boga que está actualmente. Esa técnica consiste en que alguien, que se presenta al lector y le permite conocer sus circunstancias haciendo uso de la primera persona, narra la historia de otros sujetos, pero no de modo omnisciente ni basándose en las experiencias que pudiera haber compartido con ellos, sino a partir de fuentes escritas, en este caso de una biografía que ha adquirido en una librería. En ese volumen alguien cuenta la vida de la tal Shunkin, una mujer de gran belleza que había sido una virtuosa para la música y ello en parte debido a que de niña se quedó ciega, lo que la llevó a dedicar su juventud al aprendizaje del tañido de los principales instrumentos tradicionales de cuerda japoneses. Como la tal Shunkin pertenecía a una familia de comerciantes de Osaka bien pertrechada de yenes, sus padres ponen a su servicio a un joven lazarillo llamado Sasuke, que se aficionará al samisen a partir de la relación con su nueva ama y con los años acabará conviertiéndose en un virtuoso del citado instrumento. Y entonces entre Shunkin y Sasuke se inicia una singular relación, tortuosa para Sasuke (aunque a él le gusta), que se convierte prácticamente en un esclavo de Shunkin, quien en la biografía que cae en manos del narrador aparece retratada como una mujer dominadora, caprichosa y tiránica con todos aquellos que le rodean, sean alumnos, criados o el propio Sasuke. No es por ello de extrañar que alguien se enfadara un poco más de lo normal y acabara desfigurándole la cara a modo de venganza. Despojada de su belleza, uno de sus más importantes atributos naturales, Shunkin se encierra en sí misma y no quiere que nadie la vea, ni siquiera el propio Sasuke, de ahí que para satisfacer a su señora éste acabe cometiendo un enorme sacrificio que supone una muestra de la más incondicional de las abnegaciones, si no del más radical de los masoquismos...
De nuevo, en las páginas de esta novela Tanizaki baraja con maestría conceptos y elementos estéticos que recubren su obra con una capa de sensualidad muy placentera para el lector: se olfatean aromas, se perciben formas artísticas o intensidades lumínicas, se escuchan acordes musicales...
Una vez más, Tanizaki es la guía para acercarnos al mundo de los sentidos y la estética del Japón tradicional, unos sentidos y una estética que, pese a la modernización que el país experimentó en la era Meiji, pervivieron hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Y Tanizaki tuvo la suerte de ser testigo y certero partícipe en aquel universo de valores artísticos y emocionales. Y ya sólo por eso merece la pena leer y leer su legado.
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