Mañana es
19 de junio, aniversario del nacimiento del escritor Osamu Dazai (1909-1948),
fecha que sus seguidores celebran cada año con visitas al templo de Zenrin-ji
de la ciudad de Mitaka, donde se encuentra la tumba de este ilustre suicida (a
ver si este año tengo tiempo y voy). Así que no podía haber mejor día para
hablar de la última de las novelas de Dazai y probablemente la más
significativa de cuantas componen la bibliografía de este autor.
Significativa
a nivel literario, por el enorme poso “dostoyevskiano” que se percibe en sus
páginas, y por lo que ha influido en la literatura japonesa posterior y en las
generaciones de japoneses que vivieron en la segunda mitad del siglo pasado y hasta
en lo que llevamos del presente, pues hoy son muchos quienes ven en Indigno de ser humano un texto digno de
ser leído, lo que ya dice bastante de esta novela en un país como Japón donde,
como otros muchos países, los jóvenes rara vez orientan masivamente su mirada
hacia productos culturales que vieron la luz medio siglo antes que ellos.
Y
significativa también a nivel biográfico, pues el camino de constante
degeneración y pérdida de dignidad humana que sigue Yozo, el protagonista de la
historia, no es otro que el que el propio Osamu Dazai debió tomar, al menos en
el último tramo de su existencia, sin rumbo definido, sin ver ni la más mínima
chispa de luz en su túnel de alcohol y morfina. La escena en la que Yozo
convence a su novia para perpetrar un doble suicidio arrojándose a las aguas
del Pacífico en una fría noche de otoño no parece sino un grotesco borrador
literario del suicidio real que Dazai y su amante protagonizaron en el río Tama
de Mitaka (ciudad del área metropolitana de Tokio) en ese mismo 1948 en que Indigno de ser humano fue publicada.
Un
cuadro realmente triste, deprimente, con un Yozo que cae en un irreparable
proceso de autodestrucción, pese a haberse criado en un entorno social de clase
media-alta que en apariencia resulta más proclive a garantizar su éxito y su
desarrollo personal que a privarle del mismo; pero la acción del individuo y su
escala de valores (cuando no la ausencia de valor alguno) se muestra determinante.
Quizás por eso mismo surja en él ese sentimiento de culpa, y en eso una vez más
se percibe, rotunda, la huella de Dostoyevski, como se nota también en el
estudio tan preciso que elabora de la decadencia del individuo y su alejamiento
del resto de sus semejantes, un alejamiento que contiene ciertas dosis de
misantropía y por tanto resulta deseado, pero en parte también desemboca en un
arrepentimiento del protagonista que le lleva a sentirse carente de la dosis
mínima de dignidad necesaria para considerarse un ser humano.
Novela
repleta de valores y de humanística pero no por ello difícil de leer. Ni
tampoco aburrida. Muy al contrario, entre esas páginas cargadas de crudeza e
incontestable sinceridad, el lector halla frecuentes oasis de comedia que le
permiten esbozar alguna que otra sonrisa.
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