Me acerqué a esta novela corta desde el cine, después de haber visto las tres versiones fílmicas que hay de esta obra literaria (las tres que yo conozco, claro, porque a lo mejor existen más). Me refiero al telefilme dirigido por Tôya Satô en 2005, al largometraje que Taro Hyugaji rodara tres años después y, sobre todo, el anime de 1988, obra de Isao Takahata. Son buenas las tres, sobre todo la película de animación, pero tras leer el texto original de Akiyuki Nosaka (Kamakura, 1930), uno tiene la sensación de que los guionistas de tales trabajos cinematográficos realizaron una leve pero palpable labor suavizante.
La cosa no es para menos, pues La tumba de las luciérnagas es uno de los relatos más crudos de cuantos se han contado sobre la vida en la retaguardia durante un conflicto bélico. Pero la verdad es que yo lo prefiero así: rotundo y sin concesiones.
La acción se sitúa en el verano de 1945, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. El escenario es la ciudad de Kôbe y sus suburbios, que en esas fechas son bombarbeados sin tregua por la fuerza aérea estadounidense. La novela tiene la solidez y la sinceridad argumentales con que suelen contar los textos literarios que algo de autobiográfico. Y tratándose de Nosaka, el asunto tiene mucho, muchísimo de autobiográfico, pues este autor pasó su infancia en Kôbe y sufrió en sus propias carnes esos bombardeos que el texto recoge. Además, quedó huérfano tras esos ataques y vivió como un vagabundo en los primeros años de posguerra. Y Nosaka vierte su propia experiencia vital en la figura de Seita, el niño protagonista de la novela, que ve cómo su madre muere calcinada en un bombardeo, mientras su padre perece en combate en una embarcación militar. A Seita solo le queda su hermana, la pequeña Setsuko, a quien él trata en todo momento de ocultar el horror de la realidad, en la que el hambre se presenta como la más cotidiana de las amenazas para la supervivencia de ambos hermanos.
Es una historia canalla y sórdida, sin tregua para el lector, que no hallará más que inquietud y desasosiego a medida que avance en la lectura. Sin embargo, la de La tumba de las luciérnagas no es una escritura exenta de belleza y poesía (característica que, lejos de dulcificar la historia, la hace más despiadada aún). Sencilla en su estructura, a veces resulta algo confusa esa mezcla en el mismo párrafo de narración, diálogo y reflexiones internas de los personajes; pero precisamente es esa íntima fusión o íntima proximidad de recursos narrativos lo que nos permite ver lo vecina que se halla esta ficción a la realidad vital de su autor.
En definitiva, una historia necesaria, intensa en lo mínimo de su contenido (la verdad es que no hacía falta cebarla con licencias ornamentales frívolas), de esas que demuestran que la mejor literatura a menudo nace del lado más displicente de nuestra condición y experiencia.
En España se ha publicado por Acantilado con traducción de Lourdes Porta y Junichi Matsuura, junto a otra novela corta del mismo autor titulada Las algas americanas, de la que hablaré en la próxima entrada, ya que aún me falta una docena de páginas para concluir su lectura.
La cosa no es para menos, pues La tumba de las luciérnagas es uno de los relatos más crudos de cuantos se han contado sobre la vida en la retaguardia durante un conflicto bélico. Pero la verdad es que yo lo prefiero así: rotundo y sin concesiones.
La acción se sitúa en el verano de 1945, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. El escenario es la ciudad de Kôbe y sus suburbios, que en esas fechas son bombarbeados sin tregua por la fuerza aérea estadounidense. La novela tiene la solidez y la sinceridad argumentales con que suelen contar los textos literarios que algo de autobiográfico. Y tratándose de Nosaka, el asunto tiene mucho, muchísimo de autobiográfico, pues este autor pasó su infancia en Kôbe y sufrió en sus propias carnes esos bombardeos que el texto recoge. Además, quedó huérfano tras esos ataques y vivió como un vagabundo en los primeros años de posguerra. Y Nosaka vierte su propia experiencia vital en la figura de Seita, el niño protagonista de la novela, que ve cómo su madre muere calcinada en un bombardeo, mientras su padre perece en combate en una embarcación militar. A Seita solo le queda su hermana, la pequeña Setsuko, a quien él trata en todo momento de ocultar el horror de la realidad, en la que el hambre se presenta como la más cotidiana de las amenazas para la supervivencia de ambos hermanos.
Es una historia canalla y sórdida, sin tregua para el lector, que no hallará más que inquietud y desasosiego a medida que avance en la lectura. Sin embargo, la de La tumba de las luciérnagas no es una escritura exenta de belleza y poesía (característica que, lejos de dulcificar la historia, la hace más despiadada aún). Sencilla en su estructura, a veces resulta algo confusa esa mezcla en el mismo párrafo de narración, diálogo y reflexiones internas de los personajes; pero precisamente es esa íntima fusión o íntima proximidad de recursos narrativos lo que nos permite ver lo vecina que se halla esta ficción a la realidad vital de su autor.
En definitiva, una historia necesaria, intensa en lo mínimo de su contenido (la verdad es que no hacía falta cebarla con licencias ornamentales frívolas), de esas que demuestran que la mejor literatura a menudo nace del lado más displicente de nuestra condición y experiencia.
En España se ha publicado por Acantilado con traducción de Lourdes Porta y Junichi Matsuura, junto a otra novela corta del mismo autor titulada Las algas americanas, de la que hablaré en la próxima entrada, ya que aún me falta una docena de páginas para concluir su lectura.
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